DE LA VIVIENDA A LA EDUCACIÓN

Cada año, a primeros de diciembre son varios los escritos que aparecen en los medios de prensa, varios los espacios emitidos en las televisiones, debates, conferencias, etc, todos con el denominador común de alabar la Constitución, a sus promotores o simplemente el atacarla por obsoleta. Normalmente he permanecido ausente de estos debates y alabanzas. ¿Acaso no es hastioso el etiquetarse con el consabido “políticamente correcto”?

Este año intentaré comportarme de forma diferente. ¿Por qué alabar y defender un texto ambiguo del que todos usan a su antojo y que a nadie obliga en su cumplimiento?. Mi comportamiento está indignado, lo afirmo. Como casi el de la mayoría de la población. Y con motivo. Con centenares de motivos. Miles, si hablamos en concepto anual. Pero mi indignación no le importa a mi vecino ni a mi conciudadano. Como tampoco me importa a mi la suya. El egoísmo está patente –y en tiempos de crisis, más.

Y de los padres de la Constitución ¿qué decir?. Nos hemos quedado huérfanos de ellos. Las Cortes, ni por aproximación ni por terminación, tienen actualmente en sus señorías similitud de capacidad intelectual de quienes desarrollaron el texto de tal bagaje, a no ser el simple “copiar y pegar” tan de moda en la plantilla de asesores y demás correveidiles que hacen del servicio público una pleitesía al político de marras.

Y ahora, treinta y tantos años después, recurrimos a los principios rectores de la política social y económica para exigir una vivienda digna y adecuada. Y a ser posible, gratis, sin contrapartida monetaria ni nada a cambio, porque eso si, la Constitución nos ampara. En cambio, en su día, no fuimos capaces de invocar el mismo principio y el mismo artículo para impedir la especulación que los bancos, los banqueros y los intermediarios societales hacían con la consabida convivencia del poder para con los mismos.

Mientras hubo subsidios y demás ayudas, tampoco se invocó el principio constitucional del deber de trabajar. Ahora, cuando la crisis se ha apoderado de empresas y de empresarios, y el gobierno de turno ha finiquitado el dinero del subsidio, de las pensiones y de la seguridad social, exigimos el derecho al trabajo que el mismo artículo nos otorga.

Mientras duró en el tiempo la panacea de que el formarse intelectual y profesionalmente era una pérdida material de tiempo, y que el trabajo des-cualificado era tan rentable o más que la preparación para el mismo, nadie –ni el poder de entonces, ni los intermediarios sociales- invirtió en la educación y preparación para con la infancia y la juventud española. Ahora, cuando el fracaso escolar es abultado, cuando las infraestructuras están paralizadas, y los reciclajes obsoletos, exigimos el derecho constitucional a la educación y formación.

Pero ahora los dineros ya no se encuentran. No se encuentran ni para el gasóleo de las calefacciones de los institutos ni para los subsidios para los ya no trabajadores. Y la hambruna empieza a hacerse presente en muchos hogares españoles. Y más que vendrán con los próximos recortes, tijeretazos y vendettas.

Y la Constitución, o los actuales administradores de ella, penalizan el ahorro. La riqueza de uno se mide no por lo que cobra o roba, no por lo que le sobra o desperdicia, sino simplemente por el valor que se le impone al inmueble en que, basándose en el principio rector social y económico constitucionalmente estipulado, domicilia su vivienda.

Aquel valor virtual, convertido en paredes, piedras y cemento, será la base con que religiosamente, por muy ateo que uno sea, satisfacerá anualmente en tres o cuatro impuestos y en otras decenas de tasas derivadas de estos, ya sean municipales, autonómicos o estatales. Poco importará la ausencia de trabajo, la reducción de sustentos o la ampliación de estos en necesidades que el Estado haya dejado de sufragar.

Y la vivienda es un derecho envenenado. Un derecho constitucional que no puede exigirse mediante pleito, pero si basarse en ella para hundirnos en la miseria. Tampoco para impedir la especulación aunque sí para subsidiar y amnistiar a los bancos y banqueros propios. Igual ocurre con los subsidios de sus señorías, exentos de tributación, y con los más de cuatrocientos mil euros dedicados en la compra de un cuadro para el Senado. Son indignaciones, si. Mutilaciones de derechos constitucionales. Despilfarros de igualdades. Y sobre todo, escarnio de la democracia.

Para más INRI, cuando la manzana está podrida y los ratones abandonan a su suerte la nave en su naufragio, aparece un libro en las que un socialista vasco, Eguiguren, explica los pormenores de los encuentros y pactos promovidos por Rubalcaba y ETA tras el atentado del 11-M y la consiguiente entrada de los socialistas al Gobierno de España.

Uno, ya dubitativo, si aplaudió la entrada de Barrionuevo y Cia en la cárcel por la movida del GAL y los fondos reservados, ¿qué respuesta puede dar a quien presuntamente en un futuro cercano, pudiera verse investigado de haber “faisanado” por acción u omisión la detención de presuntos etarras?

Al menos, no aplaudiré una Constitución que en cierta manera no alienta a la investigación de estos mandatarios como también la impide a otros por su mal llamada inmunidad.
Y es que cuando menos educación haya, con más impunidad vivirán algunos.


PUBLICADO EL 6 DICIEMBRE 2011, EN EL DIARIO MENORCA.