Agradecido
por segundo año consecutivo por la
invitación de participar en las lecturas públicas, el sábado me dirigí a la
plaza Reial, para leer un fragmento de Piedras y Viento.
Me
correspondió iniciar el capítulo segundo donde el narrador regresa a su Mahón y
ya en el domicilio de su tío Luis, entabla conversación con Aguedeta de Addaya. En ella el narrador le confiesa a la ahijada
de don Luis que la primera impresión a su llegada al puerto ha sido de infinita
tristeza. No obstante, Aguedeta,
practicando de menorquina, le describe algunas de las bondades de nuestra roqueta.
Al
final de mis seis páginas pasé el testigo y dejé que fueran los siguientes
lectores quienes pudieran dejar al descubierto la gran estima que el escritor sentía por Menorca.
Bajé
del entarimado y cuando parecía que mi aportación había terminado, me di cuenta
que aquella Aguedeta de Addaya, o peor aún, aquella sirvienta de don Luis, que
había recibido al narrador con voz agria y a la que acababa de leer
describiéndola con amplio brial oscuro y
con cara seca y demás, existía en carne y hueso en el Mahón actual.
Si
aquella novela jugaba con dos tiempos de cien años, un tercer tiempo volvió al
terreno de juego. Cuando me disponía a
enfilar el Carrer Nou, una atenta espectadora, entrada ya en años, me abordó
impidiéndome continuar el paso. Me preguntó si era menorquín, y ante la
respuesta afirmativa, me espetó que cómo
había sido capaz de leer aquellas cosas tan feas sobre el puerto de Mahón, con
lo bonito que era.
De
nada sirvieron las explicaciones de las que intenté valerme. No convenció el
que tenía que escuchar el relato entero y no sólo unas pocas hojas. Que el
autor, era hijo ilustre de Menorca, que su amor a Menorca estaba más que
demostrada, que…
Nada
que yo pudiera explicarle, eximía, y mucho menos atenuaba, la pena a la que me
acababa de sentenciar. “Era indigno que
un menorquín –en este caso, yo- leyera aquellas mentiras sobre nuestro puerto”,
siguió. Tampoco salvó mi quema que todo
estuviera escrito por otro. El culpable
no era otro que el mensajero.
La
anécdota valió la pena. La lectura de
por sí, agradecida. La presencia de aquella espectadora, sirvió para que al
menos, aquellas seis páginas leídas, sirvieran para dejar testimonio, que
nuestra tierra, es más que “piedras y viento”.
Que como decía Aguedeta de Addaya: el
secreto está más allá de las piedras y del viento. Está en el corazón de la
tierra.
Y
yo añadiría, también en el corazón de
aquella buena mujer.
PUBLICADO EL 24 ABRIL 2014, EN EL DIARIO MENORCA.