El pasado primero de
mayo hizo veintiocho años que empecé a trabajar. En nómina claro. Mi primer sueldo fue de setenta mil de las
antiguas pesetas, lo que vendría a equivaler a unos cuatrocientos veinte euros
si la calculadora no me ha engañado. Y
en lo público. Sin carnet de partido alguno, sin enchufe y tras pasar un
concurso oposición.
Lo primero que hice tras cobrar mi primera nómina fue
comprar un tresillo para mis
padres. Luego empezaba la larga tarea
de ahorrar. Necesitaba ahorrar si quería
construir mi propia casa. Por aquel
entonces, las hipotecas rondaban el
diecinueve por ciento de interés y a su vez, el banco te ofrecía un diez
por ciento para los depósitos a un año.
Eso sí, podía ahorrar porque vivía en casa de mis padres. Y también podía ahorrar porque ellos nunca
me pidieron que pagara mi manutención.
Y eso que éramos pobres, pero nos conformábamos con lo que teníamos.
Un SEAT 600, una
casita construida por mi propio padre en una playa, y la casita en Mahón. Ni
chalet ni piso, ni coche de cuatro puertas.
Los diminutivos estaban siempre en boca. Pero sin deudas.
Mi padre también
trabajaba en la cosa pública y ganaba mucho menos que cualquiera que trabajara
en la empresa privada. Y sin derecho a
cobrar en negro, ni en gris ni en color de rosa. El teléfono llegó a casa cuando llegó el momento de ir al CIR-14
y la televisión cuando ya hacía años que se había inventado. Al estar en lo público no teníamos Seguridad
Social y dos mutuas -la MUNPAL y la
Mutualidad Mahonesa- se hacían cargo de ello. Por la MUNPAL la jubilación la
cobrabas según los años cotizados, con un claro reparto equitativo. Más tiempo cotizado, más retiro. La Mutualidad Mahonesa también se hacía
cargo de tu seguro de enfermedad, previo tasa mensual. Hospital municipal y los dos médicos de la
empresa, hacían el resto, hasta que la
Seguridad Social empezó a agujerearse y el gobierno de turno decidió poner
remedio.
¿Qué mejor remedio
que tomar los activos de la MUNPAL y llenar el agujero de la Seguridad
Social?. Así, todos, pensionistas y
activos, pasamos a engrosar la Seguridad Social tanto para las pensiones como
para la asistencia sanitaria. Bien. Sí, bien pero no tan bien. Resulta que con la fusión, rendición o como
quiera llamársele, el seguro de vida que teníamos cotizado en la mutualidad
desapareció y fue a llenar este inmenso agujero de la seguridad social de
entonces.
Pero aquí no acaba
el juego, no. Con tanto funcionario que
cotizaba, las arcas de la Seguridad Social volvieron a llenarse. Con los años, los de la privada, fueron muchos quienes por diversos motivos,
acordaban un despido y vivían del chollo del desempleo durante años primero, y
de los subsidios después. Y las arcas
vuelven a vaciarse. Esto y unido a que
muchos de los nuevos parados eran exigentes a la hora de encontrar un nuevo
empleo, el gobierno de turno, volvió a decir la suya.
Y la suya fue la de
autorizar que viniera gente de otros
países para trabajar en aquellos trabajos que los españoles no querían. Y además, aumentar el número de cotizantes en la Seguridad Social. Y no acaba aquí no, el cuento. A los funcionarios se les congeló el sueldo
durante muchos años.
Y el extranjero
llegó. Sin mujeres ni niños. Y claro,
para ahorrar y poder mandar dinero a su casa,
compartían piso entre varios compatriotas. Hasta aquí todo correcto.
Todo correcto hasta que al dueño del piso se le encendió la
bombilla. Y vaya si se le
encendió. Si aumentaba la renta, el
coste por personas siempre sería menor que si se arrendara a uno sólo. Y así lo hizo. Al español en cambio, aquel tejemaneje le salía tan caro, que le
salía más rentable el hipotecarse y comprar un piso, que vivir de alquiler.
Y el banco, por
aquello de la ley de la oferta y la demanda, también tomó cartas en el
asunto. Pasaron años y a los
funcionarios no se les devolvió el dinero congelado, aunque a cambio se les
redujo algunas horas y se les compensó con algunos beneficios sociales. Y nada más.
Y además entró la competencia en la cosa pública.
El funcionario era el
garante de que la administración actuaba correctamente bajo el mandato de la
legalidad. Eso es ahora y lo ha sido
siempre. Por algo será que los delitos
cometidos por funcionario público están penados con mayor cuantía que cualquier
otro trabajador. Pero eso no gusta al
gobierno de turno, que prefiere un funcionario dócil y sumiso a las directrices
del momento.
Se crean pues los
funcionarios de empleo, que a diferencia de los de carrera, ocupan plazas de
libre designación y son de plena confianza de quienes los han nombrado, y a su
vez, se crean los patronatos, empresas públicas, gerencias y demás artilugios
que se escapan del férreo control de la administración.
Y poco a poco, el banco, el gobierno de
turno, el casero, la picaresca del parado, todos, nos han arruinado. Y lo ha vuelto a pagar el funcionario de
turno. El de carrera, vamos. Pero ahora
ya no hay congelación que valga, sino que hay que echar mano del desprestigio,
del insulto y como no, del recorte.
Pero aún así, no es suficiente.
La ayuda exterior no se anula, ni se anulan las dietas a los militares
en servicio de paz por tierras y aguas
lejanas. Calculen lo que se ahorraría el Estado si todos los
militares que están en el extranjero regresaran a España, y se sorprenderán.
Calculen también si
las pensiones se cobraran a tenor del tiempo cotizado y no sólo del mínimo de
quince o veinte años. Calculen también, porqué no, qué nos ahorraríamos si
disminuyéramos el Congreso y elimináramos el Senado, y los parlamentos
autonómicos, y los asesores y demás cargos de confianza. Y calculen las dietas
por asistencia a tantos consejos de dirección y demás….
Calculen cuánto
cuesta tanto traslado en aviones militares para visitas y demás eventos reales
o imaginarios. Calculen cuanto cuesta
tanto besamanos y demás hipocresías de antaño. Y cuando lleguen al final de la
suma, comparen si es necesario reducir en Sanidad o en Educación.
Y luego duden. Y por curiosidad, investiguen los nombres de
quienes están detrás de empresas privadas sanitarias. Investiguen nombres de
empresas que pretendan hacerse cargo de hospitales públicos. Investiguen posibles relaciones familiares
de éstos con nombres de políticos. Y no
se sorprenderán.
Indignado, si. Pero no de ahora, sino de siempre. Indignado porque lo que ocurre ahora, ha
ocurrido muchos años atrás, y nadie, absolutamente nadie, de los hoy llamados
indignados, había protestado. Ya lo
escribió Luis de Góngora en su “Ande yo caliente”. O Fray Luis de León en su
“Oda a la vida retirada”. U Horacio,
antes incluso, en su “Beatus Ille” .
Y ríase la gente.
PUBLICADO EL 15 MAYO 2012, EN EL DIARIO MENORCA.