Cuando empezamos en su día a vivir
la libertad, allá a finales de los setenta,
los límites venían impuestos por
el sentido común. La libertad de uno,
nos decían, termina donde empieza la libertad del otro. Y todos lo entendíamos. Es más, todos estábamos de acuerdo con esta interpretación tan
lógica. Eran tiempos en que no
necesitábamos ni juristas ni ningún catedrático de lo constitucional, que lo
interpretara.
Han pasado años y a las nuevas
generaciones no les satisface la lógica de sus mayores. Aquel respeto al vecino ya no está en su
constitución. Necesitan ir bordeando el
abismo y provocar aquella adrenalina al rozar la línea roja en vez de mantener
un equilibrado pulso mental.
Y a estos jóvenes
envalentonados se les han unido viejos
rockeros que en su momento quedaron huérfanos de espacio público. Eran los antisistema de antes, y son los
antisistema de ahora. La libertad del
vecino no me incumbe, pero sí le incumbe
a él, la libertad de mí mismo. Mi
libertad.
Por activa y por pasiva nos invaden
con comentarios, juicios y propaganda de
que en España no se garantiza la libertad de expresión. Que personajes como Puigdemont y Valtonyc son
represaliados por hacer uso del derecho fundamental a la expresión. Y lo
justifican recurriendo a sentencias de tribunales europeos.
Queman fotografías y muñecos del
Jefe del Estado y lo justifican a esa libertad expresada en la sentencia del
tribunal de Estrasburgo de Derechos Humanos como una forma de libertad de
expresión política. Y nosotros que somos
tan garantes, vamos y lo acatamos.
Quien parece no acatar esta interpretación
del tribunal europeo es precisamente
Torra. El “muy honorable” al observar que a un muñeco diabólico que él
interpreta que simulaba a Puigdemont, lo pasean por las calles de Coripe, y lo
queman tras haberlo “matado” a tiros, durante su tradicional “Quema de Judas”,
le sienta fatal. Para Torra, allí ya no
hay libertad de expresión, sino un clarísimo delito de odio.
Volvemos a estar ante aquella línea
roja que separa la libertad del odio.
Volveremos a necesitar de alguien que interprete si aquel muñeco era el
mal representado en forma humana, o simplemente era Puigdemont. ¿Y si en vez de quemar un muñeco se hubiera
quemado una fotografía de Puigdemont o de Torra, sería lo mismo que quemar una foto del rey?
Vamos, que lo fácil lo han hecho
difícil.
Lo preocupante es que muchos siguen
el juego a esta panda de dictadores bolivarianos.
¡Con lo fácil que era antes respetar
al vecino!
PUBLICADO EL 2 DE MAYO DE 2019, EN EL DIARIO MENORCA.