Desde pequeños nos enseñaron que “la energía -y,
por ende, la materia- no se crea ni se destruye, sólo se transforma”. Con el tiempo hemos aprendido que nada es
eterno y que la seguridad no existe -vamos que lo que hoy nos dicen que es
blanco mañana es rosa-. De las dos
premisas anteriores no es que llegáramos a la conclusión de que la energía es
de color rosa, sino que mal planteado el silogismo acertaríamos en decir que la
energía se transforma según los dictámenes de los azules, verdes, morados o
rojos, según sea el caso.
Y no es que nos lo hayan dicho los viejos del lugar,
sino que lo estamos padeciendo día a día en nuestros bolsillos. Todo empezó cuando algún “listillo” -y, de
eso ya hace demasiados años- inventó eso de igualar el precio de la energía a
la más cara. ¿Para qué invertir en energía fotovoltaica y eólica si al final la
electricidad generada la pagamos a precio de gas? ¿Quién se beneficia de la
diferencia?
La otra ley que aprendimos -esa ya de mayores-, era
la de “la oferta y la demanda”. Vamos,
que la cosa ya no iba de lo que costaba producir la materia sino de lo que se
la llegara a valorar. Vamos, que de un
plumazo volatizaron lo aprendido en la “economía de escala” y en los “costos
de producción”, y entramos en la sala de subastas, nunca mejor dicho.
Lo último ha sido que el coste de esta
transformación de la energía ya se adelanta a la subasta, vamos lo que en otras
circunstancias se le llamaría usura. Según
la RAE, define la usura como “la ganancia, fruto, utilidad o aumento que se
saca de algo, especialmente cuando es excesivo”. ¿No es esto lo que hacen las grandes
distribuidoras y productoras de energía? ¿No es esto lo que hacen algunos supermercados
con la limitación de ciertos productos y el aumento de precio? ¿No es eso lo
que hace el Gobierno al mantener los elevados impuestos en todos estos
productos que ven encarecido su precio final de venta?
Tal vez la energía -y, por ende, la materia- no se
crea ni se destruya, pero lo que sí se crea -y de cada vez, más- son las
grandes fortunas. Y lo que se destruye
-también de cada vez más- son las clases medias de la sociedad. Clases medias que durante décadas fueron
creciendo con mucho tesón y constancia.
Clases medias que pasaron de ser los pobres en los años treinta a vivir
desahogados en los ochenta. Estas clases
medias que, por arte de unos políticos, de sus amigos y de sus políticas, van
retornando a sus orígenes.
Son los primeros que se transforman, eso sí, en negativo.
PUBLICADO EL 17 DE MARZO DE 2022, EN EL DIARIO MENORCA.