Confianza es una de
estas palabras que si no existieran
habría que inventarla. Y no tan sólo inventarla sino que
practicarla. A la transparencia, le
ocurre el efecto antagónico. Y no es que
tengamos que erradicarla, sino todo lo contrario.
Declararla en peligro de extinción, al menos. Y propiciar
su uso, su costumbre, su necesidad.
Es más, su obligatoriedad. Lo que
antes venía en llamarse “luz y taquígrafos” hoy en día brilla por su ausencia. Los mercados hablan de confianza o falta de
ella, los electores han perdido hasta la fe en sus representantes; los
afiliados sindicales otro tanto, y no digamos ya los clientes de las entidades
bancarias. Y es que si viviéramos
virtualmente muchos seríamos quienes nos pondríamos en off a la espera de
tiempos mejores.
Esta vez el
epitafio de que “entre todos la mataron y ella
sólo se murió” no cuela. No cuela
porque muchos son los que, en mayor o menor medida, están matando el hasta
ahora estado de bienestar, la gallina ponedora de huevos de oro. La crisis y la sumisión del poder político al
poder económico y alguno más, provocó que las cosas empezaran a ir mal. Muy
mal. Tan mal que aún no hemos tocado
fondo. Y eso que de fondos, hay. Cayendo
y acelerando a pasos forzados. Y sin
soluciones a la vista. Sólo recortes y más recortes. Recorte o más por viernes y no trece. Y uno vale, dos también, pero el enésimo
segundo, crispa los ánimos.
Y sin transparencia,
más. Y sin confianza, no digamos. ¿Tan difícil es salir al ruedo y decir las
cosas por su nombre? No es de recibo el
mantenimiento de un Senado cuando recortan ayudas sociales, presupuestos
sanitarios y calidad educativa. Ni
tampoco es de recibo que la cantidad que se reduce en sanidad y educación vaya
a Bankia. Y no es de recibo que el Gobierno impida que se investigue
posibles irregularidades en el entorno de Bankia. Y menos aún cuando la
fiscalía abre una investigación al mismo por posibles hechos constituyentes de
ilícito penal. Y eso que aún no se ha abierto la veda
bancaria.
Tampoco es de recibo
que a un presidente de un organismo judicial se le acuse de gravedad y éste no
de públicas explicaciones ni que nadie reclame transparencia en las
actuaciones.
Da la sensación de que
el método es de matar mosquitos a cañonazos, como los doscientos mil euros
–como mínimos- gastados para mejorar la imagen del rey en un acto castrense,
mientras a los soldados se les hacen pagar la mitad del rancho y se les congela
las nuevas incorporaciones. Y las dietas
que se van hacia Afganistán y demás
misiones con adjetivo humanitario.
Tampoco es de recibo
que por Internet naveguen centenares de mensajes con datos relativos a políticos y sus
familiares, sus negocios ligados con empresas sanitarias, educativas e incluso
de defensa, bancarios y demás habidos y por haber, y nadie, ningún político,
ningún dirigente, incluso ningún otro poder independiente del Estado de
Derecho, sea capaz de coger el toro por los cuernos y decir aquella frase, tan
tranquilizadora, tan eficaz en según que momentos, de “¡No es cierto!”. Pero no, nadie desmiente nada. Nadie
contradice nada. Nadie investiga. Todos callan.
Nadie afirma nada. Al menos nadie mete la pata ni habla
demasiado. Pero también el dicho, sentencia: “quien calla, otorga”. Y en estos casos, resta confianza y otorga
muchas respuestas no verbales.
Uno mira a su
alrededor. No ve ni hilos ni guantes que
lo maniobren a uno, ni al prójimo subido en estrado, pero los ojos, aquellos
esquivos traidores de uno mismo, delatan.
Son testigos de cargo aún no imputados.
Y tal vez, nunca lo lleguen a
ser. No es fácil probar. No es fácil ser justo. Y mucho más difícil es descubrir las verdades
de Estado. Al menos, los historiadores,
los escritores y los periodistas tendrán su empleo seguro. Al menos su transparencia nos dará cierta
confianza. O aún más desconfianza.
PUBLICADO EL 8 JUNIO 2012, EN EL DIARIO MENORCA.