En el
juicio que se está celebrando en el TS y en cuyo no-banquillo -que eso es para
los plebeyos judiciales- está sentado el fiscal general del marido de la
Begoña, por un presunto delito de revelación de secretos, saltó la pieza
teatral del momento. Y es que en los
juicios suele haber mucho teatrillo.
Pero eso es
un detalle menor. A estas alturas, tanto da el pelo blanco de MAR como de quien
amenaza con exiliarse o suicidarse. O el dilema moral del testigo. Pero, no nos
engañemos: el debate no es sobre el derecho a guardar secreto, sino sobre la
obligación de hacerlo. El delito no lo comete quien pregunta, sino quien,
teniendo el deber de callar, decide abrir la boca.
En esta
tragicomedia jurídica española, se mantiene la entrañable costumbre de exigir
al testigo que diga la verdad, mientras el acusado puede mentir sin
despeinarse. Lo curioso es cuando el que va de testigo acaba saliendo de
investigado por tener la osadía de decir la verdad. ¿Dónde está la garantía
procesal? Probablemente ni está ni se le espera. Por eso hubo quien usó y abusó
del “no sabría decirle” en el Senado.
Otra
reliquia es el secreto de confesión. Privilegio que permite al sacerdote
guardar silencio sobre delitos porque, al parecer, ya se le pasará factura en
su momento. ¿Por qué el cura puede callar y el periodista encubrir, mientras el
resto de los mortales debe colaborar con la justicia? La libertad religiosa y
el derecho a la información siempre han sido dos comodines. Gracias a ellos,
algunos delitos se confiesan... pero no se castigan, al menos aquí en la
tierra.
Y, sin
embargo, los tiempos cambian. España ya no es católica. Franco murió, aunque el
sanchismo nos lo resucite cada mañana, tarde y noche. La Iglesia ya no manda
sobre el Estado, o al menos eso dice el guion. Aquellos curas que simpatizaban
con ETA ya son historia, igual que los periodistas que jugaban con dianas, o
los abogados que hacían de correo. Hoy los pecados son más domésticos: un poco
de corrupción por aquí, un chanchullo por allá, y a correr.
Mientras
tanto, Europa empieza a poner orden y legislar sobre el secreto profesional en
los medios. Pero ¿qué hacemos con los canónigos? ¿Y con las demás religiones?
¿Qué pesa más, el alma o el cuerpo? ¿Y si fundamos nuestra propia religión con
beneficios incluidos? ¿O un medio digital que informe de los hechos que
nosotros mismos provocamos, para luego escudarnos en que nuestra fuente —o sea,
nosotros— no quiere ser revelada?
Hecha la ley, hecha la trampa, solía decirse. Ahora, se hace la trampa y luego se redacta la ley acorde con ella. Más legal, imposible.
PUBLICADO EL 13 DE NOVIEMBRE DE 2025, EN EL DIARIO MENORCA.