LA PASCUA DE HOY. LA PASCUA DE SIEMPRE.

Estamos acostumbrados a simplificar las cosas de tal manera, que muchas de nuestras rutinas, de nuestras cotidianidades, se hacen por inercia, y en muchos casos esta inercia incide en un desconocimiento que nos aleja, más que nos une.

Celebramos la Pascua de Resurrección entre prisas y entre el ajetreo que nos impone la sociedad actual, aunque lo disfracemos con un periodo vacacional y actualmente en una crisis galopante, tanto a nivel económico como a las frustraciones que ésta nos provoca, y aún así, con tantos condicionantes que deberían ayudarnos a reflexionar y obtener así sinceras respuestas, nuestra velocidad interna nos impide que podamos ver y sentir más allá de lo que significa el resumen que se nos ha presentado durante el proceso más reciente.

Vivíamos la Navidad y tampoco reaccionamos ante el mensaje de la nueva Luz. Vivimos la Semana Santa como un morir y resucitar, y poco más. En ambos casos preferimos derivarnos hacia lo festivo-vacacional, que hacia el significado religioso del mismo. Es más, asentiremos a escuchar las voces críticas que intentarán dinamitar toda tradición, toda referencia al entorno religioso. Y a la vez que asentimos a estas voces críticas, observaremos como el fervor popular sigue allí, presenciando y participando en los actos religiosos.

También es verdad que algunos estarán allí por curiosidad, por turismo, por romper con el hastío. También es verdad que si analizáramos el pedigrí de los activos participantes, algunos rozarían el suspenso en cuanto al ejemplo de vida que durante el resto de año han ido trabajando. Y eso que año tras año, se hace el siempre llamamiento de trasladar este sentimiento al quehacer cotidiano de todos los creyentes. De vivir en la fe cristiana no sólo en unas fechas, sino en hacerlas nuestras en cada uno de nuestros hechos, actitudes y relaciones interpersonales.

Pero esto no importa. Lo importante, lo verdaderamente importante en estas fechas, es que todos, casi todos, estamos allí. La Llamada ha sido correspondida. Ha llegado a los oídos y corazones de todos. Y allí están, como lo estuvieron dos mil años atrás, y muchos más.

Sí, muchos más que dos mil años, porque la Pascua, ya aparece en el Libro del Éxodo, cuando Dios da la orden a Moisés de que “Guardaréis memoria de ese día y lo solemnizaréis como una fiesta en honor del Señor. Por todas vuestras generaciones lo celebraréis como institución perpetua” (Ex. 12,14). Era tiempo de redención y de liberación del pueblo de Israel. “Yo os sacaré de debajo del yugo de los egipcios, que os libraré de la esclavitud” (Ex. 6,6)

Y esta celebración se celebraba en dos etapas. La primera, el sacrificio del cordero pascual y la aspersión de los marcos de las puertas con su sangre y , en segundo lugar, la cena pascual, comida llena de simbolismo, donde se mezcla el cordero inocente que muere por la salvación de Israel y la esperanza de la futura redención. Y aquí entra el sacrificio de Jesús. Juan el Bautista llama a Jesús como “el Cordero de Dios” (Jn 1,36). La Pascua de todas las Pascuas.

La Última Cena es aquella celebración de la cena pascual. Pero en ella no hay cordero. Las leyes decían que si alguien tenía impedimento serio, podía celebrar la cena antes de la Pascua. Jesús tenía que morir la víspera de la fiesta y por este motivo adelanta la cena. Los que adelantaban la cena no podían tener cordero, pues el cordero se sacrificaba en el templo. Jesús tomó esta iniciativa con toda intención porque Él iba a ocupar el lugar del Cordero Pascual.; porque Él es este cordero, el Cordero de la Nueva Alianza.

Y la Luz. Y hoy lo celebramos como este nuevo resplandor que aparece tras la tragedia de la muerte. Pero Jesucristo con su muerte nos enseña que ésta sólo es un paso más, un cambio, una transformación. Que la esencia perdura. Es símbolo de la Vida tras la vida, no tras la muerte. En verdad, para quienes vivimos en la fe, la muerte sólo es el despojo de estas ropas terrenales, de este cuerpo material e intoxicado, y sobre todo, de la liberación del alma. Este alma que nos identifica y nos diferencia, que nos raciocina y nos enaltece.

Hoy pues, celebramos la Resurrección del Señor, sí, pero también celebramos la victoria de la Vida sobre la muerte. Y al aplaudir a las imágenes en su reencuentro, aplaudimos la fe en la creencia de que la vida perdura tras el episodio de la muerte.

Y es Fe y es Creencia, pero para muchos esta fe y esta creencia, es débil. Débil porque la respuesta es necesitada, egoísta. Creen por miedo. Tienen fe por necesidad. No tienen ni creencia ni fe por convencimiento de que tras aquel episodio de la muerte, existe una vida llena de amor y de felicidad. Creemos, creen, eso sí, en la resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. Pero ¿Creen, creemos, de verdad, en la resurrección de todos nosotros? ¿Somos capaces de separar el cuerpo y el alma? ¿Entendemos el verdadero significado de la resurrección del alma?

El alma no muere, perdura. Y aquí nace la verdadera inmortalidad del hombre, en la inmortalidad del alma. A medida que seamos capaces de desmaterializar nuestras vidas, nuestros pensamientos, nuestras obras, iremos ganando en Fe y en la creencia de esta inmortalidad, de la que tanto anhelamos.

La Resurrección de Cristo, nuestro Señor, debería ser, un buen punto de partida en este cambio de necesidad cognitiva. Luego ya no hará falta esperar la resurrección para creer, porque ya creeremos, ya tendremos fe, en la inmortalidad del alma, en definitiva, del hombre en sí.

PUBLICADO EL 12 ABRIL 2009, EN EL DIARIO MENORCA.