Dicen que ante cualquier conflicto, una respuesta equilibrada, o lo que es lo mismo, el uso y abuso del término medio, de la negociación y demás términos de análogo significado, suele ser la mejor solución aportada para la resolución del mismo. Y dicen bien, cuando en el conflicto ambas partes buscan eso mismo, un entendimiento, una solución; de lo contrario, lo único que se consigue es el dominio de unos –pocos o muchos- sobre los derechos de otros.
España tiene historia de estos usos y abusos, y más que de los primeros, de los segundos. Y recientemente mucho más. Los mal llamados indignados son ejemplo de ello. El movimiento nació con carisma, y cuajó entre la sociedad en sus primeras jornadas, aunque tras la jornada de reflexión, perdió toda posible legitimidad societal.
No cabía esperar un respaldo de la población pasiva, cuando el resultado electoral no dejaba lugar dudas. Unos pocos y no tantos, no daban legitimidad alguna, ni mucho menos cuando los cauces de la representación no habían sido utilizados.
Y en esto se valen. La negación de toda representación en unas urnas bajo pretextos variados, provoca la carencia de representación y su número se reduce al monto del momento. Y su ley del momento, o la ausencia de la misma, se confronta con la emanada por unos representantes más o menos reglados del resto de la sociedad.
Unos miles de voces pueden y deben ser oídas, y aunque fueran sólo unas docenas de ellas, también tendrían y deberían de ser oídas. Varios millones de voces al unísono ya no solo pueden ni deben ser oídas, sino que además tienen derecho a decidir. Y aquí es donde la tolerancia de la indecisión, o la oportunidad de la decisión del momento, han vuelto a fallar.
Y España es diferente. Parece como si las leyes se elaboraran sólo con el ánimo de incumplirla. La arbitrariedad de quien debe de aplicarla, la indecisión, la interpretación misma, o las circunstancias que rodean los intereses de quienes están obligados –y cobran por ello- a emprender unas determinadas decisiones en beneficio del resto de la sociedad, difumina el espíritu de toda ley, de todo reglamento, de toda decisión.
La tan llamada seguridad jurídica, nuestro propio prestigio interior y exterior, nuestras ya propias ausentes escalas de valores, gozan ya de tan poca credibilidad, que no es de extrañar el trato que desde el exterior se nos brinda. Desde el exterior y desde el interior.
Aquellos primeros reaccionarios ante la pasividad societal se fueron difuminando en minúsculas células anarquistas, antisistemas y representantes de la ley del mínimo esfuerzo. Aquellos campamentos se volvieron okupaciones en una selva urbana, donde la ley del más fuerte compite con la ley reglada.
En pocas jornadas, dos sociedades bien distintas se vieron compartiendo espacio. Espacio sufragado por unos, y disfrutado por otros. Instituciones, servicios, derechos, sufragados por unos, disfrutados por otros. En una de estas dos sociedades confrontadas, los deberes, los impuestos, el deber al trabajo, la hipoteca, seguían estando presentes, sin derecho a paralizar contribución alguna. En la otra, protegida por esta indecisión, marcaba la diferencia entre lo reglado y lo anárquico. Y la indignación se volvía acomodo. Y la resignación, indignación.
No había término medio. Y el futuro está ya escrito. Mal escrito. Aquella ya histórica jornada de reflexión tras los atentados del 11-M fue la señal. Aquella indisciplina ha sido absorbida ahora y en otras circunstancias, por otras concentraciones. Y seguirán sin duda. Y volverán a aparecer. Sin límites. La indecisión no se llama solidaridad, sino injusticia. La indecisión no se llama tolerancia, sino complejo de inferioridad.
Y lo inteligente, mal que le pese a ZP y a Alfredo Pérez , hubiera sido establecer unos límites, una raya entre lo correcto y lo incorrecto, una decisión o un punto de partida. Lo no inteligente ha sido dejar que fueran los menos, quienes impongan su ley, su límite, su raya.
¡Y esto sí que no es democracia!.
España tiene historia de estos usos y abusos, y más que de los primeros, de los segundos. Y recientemente mucho más. Los mal llamados indignados son ejemplo de ello. El movimiento nació con carisma, y cuajó entre la sociedad en sus primeras jornadas, aunque tras la jornada de reflexión, perdió toda posible legitimidad societal.
No cabía esperar un respaldo de la población pasiva, cuando el resultado electoral no dejaba lugar dudas. Unos pocos y no tantos, no daban legitimidad alguna, ni mucho menos cuando los cauces de la representación no habían sido utilizados.
Y en esto se valen. La negación de toda representación en unas urnas bajo pretextos variados, provoca la carencia de representación y su número se reduce al monto del momento. Y su ley del momento, o la ausencia de la misma, se confronta con la emanada por unos representantes más o menos reglados del resto de la sociedad.
Unos miles de voces pueden y deben ser oídas, y aunque fueran sólo unas docenas de ellas, también tendrían y deberían de ser oídas. Varios millones de voces al unísono ya no solo pueden ni deben ser oídas, sino que además tienen derecho a decidir. Y aquí es donde la tolerancia de la indecisión, o la oportunidad de la decisión del momento, han vuelto a fallar.
Y España es diferente. Parece como si las leyes se elaboraran sólo con el ánimo de incumplirla. La arbitrariedad de quien debe de aplicarla, la indecisión, la interpretación misma, o las circunstancias que rodean los intereses de quienes están obligados –y cobran por ello- a emprender unas determinadas decisiones en beneficio del resto de la sociedad, difumina el espíritu de toda ley, de todo reglamento, de toda decisión.
La tan llamada seguridad jurídica, nuestro propio prestigio interior y exterior, nuestras ya propias ausentes escalas de valores, gozan ya de tan poca credibilidad, que no es de extrañar el trato que desde el exterior se nos brinda. Desde el exterior y desde el interior.
Aquellos primeros reaccionarios ante la pasividad societal se fueron difuminando en minúsculas células anarquistas, antisistemas y representantes de la ley del mínimo esfuerzo. Aquellos campamentos se volvieron okupaciones en una selva urbana, donde la ley del más fuerte compite con la ley reglada.
En pocas jornadas, dos sociedades bien distintas se vieron compartiendo espacio. Espacio sufragado por unos, y disfrutado por otros. Instituciones, servicios, derechos, sufragados por unos, disfrutados por otros. En una de estas dos sociedades confrontadas, los deberes, los impuestos, el deber al trabajo, la hipoteca, seguían estando presentes, sin derecho a paralizar contribución alguna. En la otra, protegida por esta indecisión, marcaba la diferencia entre lo reglado y lo anárquico. Y la indignación se volvía acomodo. Y la resignación, indignación.
No había término medio. Y el futuro está ya escrito. Mal escrito. Aquella ya histórica jornada de reflexión tras los atentados del 11-M fue la señal. Aquella indisciplina ha sido absorbida ahora y en otras circunstancias, por otras concentraciones. Y seguirán sin duda. Y volverán a aparecer. Sin límites. La indecisión no se llama solidaridad, sino injusticia. La indecisión no se llama tolerancia, sino complejo de inferioridad.
Y lo inteligente, mal que le pese a ZP y a Alfredo Pérez , hubiera sido establecer unos límites, una raya entre lo correcto y lo incorrecto, una decisión o un punto de partida. Lo no inteligente ha sido dejar que fueran los menos, quienes impongan su ley, su límite, su raya.
¡Y esto sí que no es democracia!.
PUBLICADO EL 15 JUNIO 2011, EN EL DIARIO MENORCA.