Hace ya algunas fechas, cuando la fiebre de las rebajas, los stocks, las ofertas, los saldos y las gangas estaban al orden del día, pequé. Pequé poquito. Lo justo, vamos. Lo justo para poder llamarlo compulsivo aunque porcentualmente perteneciera a las minorías. Como siempre, vamos.
Fue llegar y besar el santo, como vulgarmente suele decirse. Tampoco iba con idea preconcebida ni necesidad aparente. Pero estaban rebajadas. Muy rebajadas. Su precio marcaba cincuenta y tantos euros y las vendían por sólo quince. Y no tan sólo habían rebajado el precio, sino que también habían rebajado el número que uno calza. Era como volver al tiempo en que España era soberana y la peseta servía de pago y cobro.
Y muy por seguro que de perder, no perdieron. También es verdad que de ganar, ganaron menos. Y aquí es cuando mi indignación me posiciona. El mercadeo, la ley de la oferta y la demanda, no es de justicia. El coste de la producción no corresponde con el de la venta. Ni de lejos. Ni añadiendo comisiones, beneficios, intermediarios, combustibles, céntimos sanitarios, transportes y más transportes. El negocio ronda ya la percepción de usura. Y de la forma más despectiva posible.
Y el empleo, hundido. Y se hunde por si mismo. Por mucha mala gestión. Por una gestión demasiado egoísta, cómoda, insolidaria.
Quien esto suscribe no se gasta cincuenta y tantos euros por un par de zapatos. Por el contrario, si el precio rondara los treinta y tantos euros el par, soy capaz de comprarme dos pares. Y dos pares significan dos ventas para el comercio y dos producciones para la manufactura.
Y como yo, muchos más. Ello significaría que varias personas podrán seguir asalariadas sin necesidad de formar cola en el INEM. Y la calidad de vida del cliente, mejor. Y la parte proporcional de empleados, comercios y manufacturas. Y la de los impuestos. Y quien dice zapatos, dice libros, ropa, comida, vivienda, muebles, electrodomésticos y demás.
Hay quien no piensa igual. Da la sensación que algunos prefieren vender caro y poco, que barato y mucho. Da la sensación que el libro de texto les dejó claro aquello de la ley del mínimo esfuerzo y lo de la oferta y la demanda. Y de la usura también.
¿Por qué en vez de regular el trabajo no se regula el negocio? Un negocio sin trabas, sí, pero sin subvenciones y sobre todo sin usuras.
Estado de necesidad, suelen rezar los atenuantes y eximentes. Y en esta estamos, necesitados. E incluso algunos, al revés. Y no es de ahora, no. Y como ejemplo, el de cuando hace un par de años, que subieron los índices de nitratos y a su vez, subió el precio de la botella del agua. De menos de veinte céntimos la de litro y medio se pasó primeramente a veintitantos. De veintitantos al doble. Aunque eso sí, de tanto en tanto, la segunda unidad a mitad de precio. O ambas. Depende del stock, de la demanda, de quien sabe…
Y huelga decir que en parte, es culpa del consumidor. O sea, nuestra. Nuestra, mía, suya y sobre todo la del vecino del cuarto segunda. Y la del quinto. Con sólo no consumir, los precios bajarían. Con sólo retirar los ahorros –si es que aún existen- los intereses subirían. Pero no siempre funciona.
Si no viajamos no abaratarán los vuelos, simplemente volarán a otro lugar. Si no votamos, saldrán igualmente elegidos por sus propios votos. La duda es en cambio otra. Si no consumimos, ¿moriremos de hambruna o abaratarán los precios?
Hace falta competencia y no incompetentes.
Fue llegar y besar el santo, como vulgarmente suele decirse. Tampoco iba con idea preconcebida ni necesidad aparente. Pero estaban rebajadas. Muy rebajadas. Su precio marcaba cincuenta y tantos euros y las vendían por sólo quince. Y no tan sólo habían rebajado el precio, sino que también habían rebajado el número que uno calza. Era como volver al tiempo en que España era soberana y la peseta servía de pago y cobro.
Y muy por seguro que de perder, no perdieron. También es verdad que de ganar, ganaron menos. Y aquí es cuando mi indignación me posiciona. El mercadeo, la ley de la oferta y la demanda, no es de justicia. El coste de la producción no corresponde con el de la venta. Ni de lejos. Ni añadiendo comisiones, beneficios, intermediarios, combustibles, céntimos sanitarios, transportes y más transportes. El negocio ronda ya la percepción de usura. Y de la forma más despectiva posible.
Y el empleo, hundido. Y se hunde por si mismo. Por mucha mala gestión. Por una gestión demasiado egoísta, cómoda, insolidaria.
Quien esto suscribe no se gasta cincuenta y tantos euros por un par de zapatos. Por el contrario, si el precio rondara los treinta y tantos euros el par, soy capaz de comprarme dos pares. Y dos pares significan dos ventas para el comercio y dos producciones para la manufactura.
Y como yo, muchos más. Ello significaría que varias personas podrán seguir asalariadas sin necesidad de formar cola en el INEM. Y la calidad de vida del cliente, mejor. Y la parte proporcional de empleados, comercios y manufacturas. Y la de los impuestos. Y quien dice zapatos, dice libros, ropa, comida, vivienda, muebles, electrodomésticos y demás.
Hay quien no piensa igual. Da la sensación que algunos prefieren vender caro y poco, que barato y mucho. Da la sensación que el libro de texto les dejó claro aquello de la ley del mínimo esfuerzo y lo de la oferta y la demanda. Y de la usura también.
¿Por qué en vez de regular el trabajo no se regula el negocio? Un negocio sin trabas, sí, pero sin subvenciones y sobre todo sin usuras.
Estado de necesidad, suelen rezar los atenuantes y eximentes. Y en esta estamos, necesitados. E incluso algunos, al revés. Y no es de ahora, no. Y como ejemplo, el de cuando hace un par de años, que subieron los índices de nitratos y a su vez, subió el precio de la botella del agua. De menos de veinte céntimos la de litro y medio se pasó primeramente a veintitantos. De veintitantos al doble. Aunque eso sí, de tanto en tanto, la segunda unidad a mitad de precio. O ambas. Depende del stock, de la demanda, de quien sabe…
Y huelga decir que en parte, es culpa del consumidor. O sea, nuestra. Nuestra, mía, suya y sobre todo la del vecino del cuarto segunda. Y la del quinto. Con sólo no consumir, los precios bajarían. Con sólo retirar los ahorros –si es que aún existen- los intereses subirían. Pero no siempre funciona.
Si no viajamos no abaratarán los vuelos, simplemente volarán a otro lugar. Si no votamos, saldrán igualmente elegidos por sus propios votos. La duda es en cambio otra. Si no consumimos, ¿moriremos de hambruna o abaratarán los precios?
Hace falta competencia y no incompetentes.
PUBLICADO EL 20 MARZO 2012, EN EL DIARIO MENORCA.