El pasado primero de mayo, festividad de San José Obrero, mientras efectuábamos la visita a la Isla del Rey, como integrantes de aquella Unitat Pastoral de Santa Eulalia, Sant Francesc y el Carme, Joan y Bel me recordaron que este mes de junio se cumplían diez años de la peregrinación diocesana a Tierra Santa. ¿Diez años, ya?, fue mi respuesta con asombro. Diez años ya, ayer mismo para muchos, toda una década, de aquel miércoles 3 de Junio de 1998 que ilusionados, cuarenta y tantos menorquines nos embarcamos en aquella aventura de visitar las tierras que vieron nacer, predicar, morir y como no, resucitar, a Jesús, Nuestro Señor.
Fue una semana intensa. Intensa en cuanto a las vivencias, intensa en cuanto al contacto con aquellas tierras que, a pesar de diferenciarnos casi dos mil años de aquel episodio histórico, mantenía viva aquella esperanza de vida, de resurrección, a pesar de encontrarnos en un ambiente minoritario y a veces con semblante hostil. Minoritario y semblante hostil, porque en aquellas calles, en aquella Vía Dolorosa, en todo el entorno, te encuentras con miradas que te hacen recordar que para ellos, los actuales nacionales de aquel territorio, eres extranjero, y además, creyente de una religión minoritaria.
Y esta mirada desafiante, te ayuda a entender. Te imaginas mientras efectúas el Vía Crucis por aquella Vía Dolorosa, lo que debieron decir y hacer aquellas gentes al paso de Jesucristo mientras portaba la cruz. Y aquellas miradas desafiantes, te hacen más humilde, más cercano, más humano …
Han pasado diez años, y nuestras vidas han cambiado. Y mucho. Muchos acontecimientos se han cruzado en nuestro camino. Unos buenos, buenísimos, otros más tristes. Pero sin duda, aquel viaje marcó y dejó sellado, un antes y un después. Fue como un nuevo bautismo en la fe, un redescubrimiento de la filosofía cristiana. Un estímulo para encarar las vicisitudes de esta vida, de la que cada día, estás más convencido que perdura, que es un proceso hacia la Vida Eterna.
Este viaje, esta peregrinación, dejó un buen sabor de boca. Dejó unas amistades que aún hoy perduran, una reflexión que se ha ido madurando, perfilando, acrecentando durante todo este tiempo, y que aún hoy, utilizas como referencia. Y unos recuerdos, inolvidables. Recuerdas también a quienes de aquel viaje, ya están en la Casa del Padre. Te los imaginas felices a su vera. Y no es para menos.
Te acuerdas de aquellas sensaciones individuales que cada uno de nosotros encontró en particulares rincones de aquellos Santos lugares. El mío particular fue en Getsemaní. Y para mí, diez años después, sigue siendo un referente, un enigma, una señal.
Han pasado diez años y parece que fue ayer. Y sigues aún saboreando aquellas vivencias, experiencias que vinieron en tu bagaje. Aquellos registros en el aeropuerto, aquellos scanners y aquellos cacheos no pudieron evitar que vinieras lleno de una riqueza espiritual que nada ni nadie te podrá arrebatar. Aquel contrabando, aquel souvenir que te portabas de aquella Tierra Santa, no pagaba peaje, ni aduana, ni exceso de equipaje. Venía adherido a tu alma, a tu corazón. Y poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, se te ha ido dosificando, insuflando la cantidad que has ido necesitando, y te ha llenado por completo.
Recuerdas aquella anécdota de antes de tu partida. Manifestaste en una ocasión que te encontrabas muy lejos de poder llamarte “beato”, y ante la sabia contestación de tu interlocutor, no tuviste más remedio que rendirte a las evidencias. Ser beato, era ser feliz. Poco a poco, vas entendiendo aquellas palabras.
Te das cuenta que la vida terrenal es un soplo, un nada. Y quieres vivirla serenamente, sin prisas, sin ganas de acabarla, pero con aquella tranquilidad que te da, el saber que el camino sigue, que tras un valle viene una montaña y así sucesivamente. Y que aquellos valles, que aquellas montañas, en realidad no tienen desnivel ni pendientes. Que la vida es así, Vida.
Cada vez que el periódico da cuenta de una nueva peregrinación parroquial a Tierra Santa, te identificas con ellos, y sigues sus relatos, como si tú mismo estuvieras en aquella fotografía. Y es que no hay más. Te recuerdan aquellas zonas verdes y hermosas de Galilea, el Tiberiades, Cafarnaum, el monte Tabor, Nazaret, Caná, la montaña de las Buenaventuranzas , el desierto, Jericó, el baño en el Mar Muerto, Belén, Jerusalem, y tantos y tantos lugares sagrados dejaron de ser una incógnita de libros y películas y pasaron a pertenecer a tu propia experiencia.
Veinte siglos después, aquellos lugares por muchos cambios habidos, seguían teniendo su peculiaridad. Para ti, aquellas tierras, aquellos mares, incluso aquellas calzadas, aquellas piedras, tenían su historia que contarte. Y sin duda, te ibas con el corazón lleno de mensajes. Y estos mensajes, quedaron grabados en el corazón, en la mente, en todos y cuantos aspectos cotidianos que la vida pone ante tus ojos. Veinte siglos siguen vivos en nosotros. Si sin verlo, creemos, ¿cómo no creer, cuando te han hablado, te han susurrado?
Y lo dicho, si veinte siglos no cambian, diez años, es ayer.
Fue una semana intensa. Intensa en cuanto a las vivencias, intensa en cuanto al contacto con aquellas tierras que, a pesar de diferenciarnos casi dos mil años de aquel episodio histórico, mantenía viva aquella esperanza de vida, de resurrección, a pesar de encontrarnos en un ambiente minoritario y a veces con semblante hostil. Minoritario y semblante hostil, porque en aquellas calles, en aquella Vía Dolorosa, en todo el entorno, te encuentras con miradas que te hacen recordar que para ellos, los actuales nacionales de aquel territorio, eres extranjero, y además, creyente de una religión minoritaria.
Y esta mirada desafiante, te ayuda a entender. Te imaginas mientras efectúas el Vía Crucis por aquella Vía Dolorosa, lo que debieron decir y hacer aquellas gentes al paso de Jesucristo mientras portaba la cruz. Y aquellas miradas desafiantes, te hacen más humilde, más cercano, más humano …
Han pasado diez años, y nuestras vidas han cambiado. Y mucho. Muchos acontecimientos se han cruzado en nuestro camino. Unos buenos, buenísimos, otros más tristes. Pero sin duda, aquel viaje marcó y dejó sellado, un antes y un después. Fue como un nuevo bautismo en la fe, un redescubrimiento de la filosofía cristiana. Un estímulo para encarar las vicisitudes de esta vida, de la que cada día, estás más convencido que perdura, que es un proceso hacia la Vida Eterna.
Este viaje, esta peregrinación, dejó un buen sabor de boca. Dejó unas amistades que aún hoy perduran, una reflexión que se ha ido madurando, perfilando, acrecentando durante todo este tiempo, y que aún hoy, utilizas como referencia. Y unos recuerdos, inolvidables. Recuerdas también a quienes de aquel viaje, ya están en la Casa del Padre. Te los imaginas felices a su vera. Y no es para menos.
Te acuerdas de aquellas sensaciones individuales que cada uno de nosotros encontró en particulares rincones de aquellos Santos lugares. El mío particular fue en Getsemaní. Y para mí, diez años después, sigue siendo un referente, un enigma, una señal.
Han pasado diez años y parece que fue ayer. Y sigues aún saboreando aquellas vivencias, experiencias que vinieron en tu bagaje. Aquellos registros en el aeropuerto, aquellos scanners y aquellos cacheos no pudieron evitar que vinieras lleno de una riqueza espiritual que nada ni nadie te podrá arrebatar. Aquel contrabando, aquel souvenir que te portabas de aquella Tierra Santa, no pagaba peaje, ni aduana, ni exceso de equipaje. Venía adherido a tu alma, a tu corazón. Y poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, se te ha ido dosificando, insuflando la cantidad que has ido necesitando, y te ha llenado por completo.
Recuerdas aquella anécdota de antes de tu partida. Manifestaste en una ocasión que te encontrabas muy lejos de poder llamarte “beato”, y ante la sabia contestación de tu interlocutor, no tuviste más remedio que rendirte a las evidencias. Ser beato, era ser feliz. Poco a poco, vas entendiendo aquellas palabras.
Te das cuenta que la vida terrenal es un soplo, un nada. Y quieres vivirla serenamente, sin prisas, sin ganas de acabarla, pero con aquella tranquilidad que te da, el saber que el camino sigue, que tras un valle viene una montaña y así sucesivamente. Y que aquellos valles, que aquellas montañas, en realidad no tienen desnivel ni pendientes. Que la vida es así, Vida.
Cada vez que el periódico da cuenta de una nueva peregrinación parroquial a Tierra Santa, te identificas con ellos, y sigues sus relatos, como si tú mismo estuvieras en aquella fotografía. Y es que no hay más. Te recuerdan aquellas zonas verdes y hermosas de Galilea, el Tiberiades, Cafarnaum, el monte Tabor, Nazaret, Caná, la montaña de las Buenaventuranzas , el desierto, Jericó, el baño en el Mar Muerto, Belén, Jerusalem, y tantos y tantos lugares sagrados dejaron de ser una incógnita de libros y películas y pasaron a pertenecer a tu propia experiencia.
Veinte siglos después, aquellos lugares por muchos cambios habidos, seguían teniendo su peculiaridad. Para ti, aquellas tierras, aquellos mares, incluso aquellas calzadas, aquellas piedras, tenían su historia que contarte. Y sin duda, te ibas con el corazón lleno de mensajes. Y estos mensajes, quedaron grabados en el corazón, en la mente, en todos y cuantos aspectos cotidianos que la vida pone ante tus ojos. Veinte siglos siguen vivos en nosotros. Si sin verlo, creemos, ¿cómo no creer, cuando te han hablado, te han susurrado?
Y lo dicho, si veinte siglos no cambian, diez años, es ayer.
PUBLICADO EL 11 JUNIO 2008, EN EL DIARIO MENORCA.