Hace unos días, esperando la salida de los críos del entreno semanal, presencié una lección de éstas que no aparecen en los libros, ni tan siquiera en los de político social, perdón, en el de Educación para la ciudadanía. Y la lección provenía de un crío, de ésta aún inocentes criaturas, a su progenitor.
El crío de marras a la salida del entreno, relataba a su progenitor, como uno de sus compañeros de equipo, y con el ánimo de molestarle, había bebido a morro de su botella de agua, desoyendo las instrucciones que a principio de temporada recibieron tanto padres como jugadores, sobre la conveniencia de tomar medidas preventivas en evitación de la tan cacareada pandemia de la Gripe A. Y una de ellas, era precisamente la de hacer uso de botellas individualizadas a fin de promover una eficaz profilaxis en cuanto a este tema.
El padre, conocedor de la identidad del compañero de equipo, no se sorprendió mucho, nada más bien. Tampoco creyó oportuno interferir entre ellos, conociendo de antemano el percal de algunas familias. A veces, en el tema de la educación, es peor el remedio que la enfermedad, debió pensar para sí. Así, que actuando con mentalidad adquirida, le planteó a su hijo la opción de que en el próximo entreno, le hiciera saber al mentado espabilado -el otro calificativo que le debió pasar por la cabeza se referiría sin duda a la mala crianza adquirida- que en el interior de la botella tenía medicina contra el estreñimiento y tal vez así, evitaría aquella intromisión buco-salivar ajena.
Aquella solución salomónica, indirecta, pacífica, tranquila y pausada de aquel progenitor, no cuadró en aquella educación adquirida por parte de aquel sucesor de linaje y gen. Así puestas las cosas, el crío de marras indicó a su progenitor que él “aquello” no lo diría. No lo diría porque era mentira, y él –su padre- le había enseñado que no se tenían que decir mentiras.
El padre, tuvo que dar la callada por respuesta. Su hijo, un crío de primaria, tenía toda la razón. Él mismo le había enseñado por activa y por pasiva que las personas no mienten. Que la verdad, y pese a quien pese, tiene que ir por delante. Y su hijo, ahora le devolvía la enseñanza, aunque ésta fuera una mentira de las llamadas piadosas.
Mientras, el padre se debatía entre la tesitura de apagar el fuego, de actuar asertivamente y llamar la atención al homónimo progenitor, o pasar y derivar el problema hacia el entrenador. El progenitor estaba en este tiempo muerto concedido por si mismo, buscando la solución que le resolviera aquel problema moral, cuando su propio hijo, le brindó la solución: en el próximo entreno diría que se encontraba resfriado, tal vez así evitaría aquel morreo dudosamente profiláctico.
Aquella bombilla encendida en el rostro de su hijo provocó un suspiro en el progenitor. Por un momento su hijo le había devuelto la credibilidad a sus propias enseñanzas, y así, aquella decisión ambigua, compaginaba la no mentira, con la no verdad.
Aquel diálogo moral entre progenitor y descendiente me abrió el apetito, en cuanto a temas se refiere. Somos muchos quienes nuestros hijos nos devuelven enseñanzas tan simples, tan sinceras. Y por ello mismo, somos muchos quienes intentamos educar a nuestros genes descendientes en esta normalidad moralista. Pero también son muchos, o al menos el resto, quienes sus enseñanzas las avalan los indicativos societales de supervivencia. Y esto ya es peligroso.
Peligroso, porque tiempo tendrán para corromperse. Tiempo tendrán para copiar –y pegar- de los roles societales. Y tiempo tendrán para permanecer en el anonimato o perpetuarse en la historia. Y es que la historia la escriben sólo una parte. Y ella se escribe a dictados de quien quiere figurar en ella, de sus adversarios también, pero no por ello, la veracidad es bandera de la misma.
Y lo vemos cotidianamente en nuestras ciudades, en nuestras calles, en nuestras gentes. Muchos cambios, muchas mejoras de las que se beneficia la sociedad, son producto de acciones anónimas, de personas que a pesar de tener nombres, apellidos y rostro, no dan más importancia que un servicio a la sociedad, una contribución a lo que de ella también se ha recibido, sin pedir nada a cambio.
Estas personas anónimas no figurarán en libro alguno, no tendrán calle con nombre, y sólo perdurarán en la memoria de quienes los conocieron y conocieron sus obras. Su memoria tendrá una perpetuidad máxima de tres generaciones y pasará al olvido tras éstas. Esta es la historia de muchas, muchísimas personas, anónimas a pesar de sus obras, de su moral. Me imagino aquel progenitor. Su enseñanza perdurará en la generación de su hijo. La próxima ya no tiene garantía. El otro niñato, aquel del espabilado morreo, ya ha perdido la memoria del disco, la garantía de una moral de antaño. Aunque tal vez, el futuro sea suyo. Y de alguna forma, quizás incluso, deje de ser anónimo.
El crío de marras a la salida del entreno, relataba a su progenitor, como uno de sus compañeros de equipo, y con el ánimo de molestarle, había bebido a morro de su botella de agua, desoyendo las instrucciones que a principio de temporada recibieron tanto padres como jugadores, sobre la conveniencia de tomar medidas preventivas en evitación de la tan cacareada pandemia de la Gripe A. Y una de ellas, era precisamente la de hacer uso de botellas individualizadas a fin de promover una eficaz profilaxis en cuanto a este tema.
El padre, conocedor de la identidad del compañero de equipo, no se sorprendió mucho, nada más bien. Tampoco creyó oportuno interferir entre ellos, conociendo de antemano el percal de algunas familias. A veces, en el tema de la educación, es peor el remedio que la enfermedad, debió pensar para sí. Así, que actuando con mentalidad adquirida, le planteó a su hijo la opción de que en el próximo entreno, le hiciera saber al mentado espabilado -el otro calificativo que le debió pasar por la cabeza se referiría sin duda a la mala crianza adquirida- que en el interior de la botella tenía medicina contra el estreñimiento y tal vez así, evitaría aquella intromisión buco-salivar ajena.
Aquella solución salomónica, indirecta, pacífica, tranquila y pausada de aquel progenitor, no cuadró en aquella educación adquirida por parte de aquel sucesor de linaje y gen. Así puestas las cosas, el crío de marras indicó a su progenitor que él “aquello” no lo diría. No lo diría porque era mentira, y él –su padre- le había enseñado que no se tenían que decir mentiras.
El padre, tuvo que dar la callada por respuesta. Su hijo, un crío de primaria, tenía toda la razón. Él mismo le había enseñado por activa y por pasiva que las personas no mienten. Que la verdad, y pese a quien pese, tiene que ir por delante. Y su hijo, ahora le devolvía la enseñanza, aunque ésta fuera una mentira de las llamadas piadosas.
Mientras, el padre se debatía entre la tesitura de apagar el fuego, de actuar asertivamente y llamar la atención al homónimo progenitor, o pasar y derivar el problema hacia el entrenador. El progenitor estaba en este tiempo muerto concedido por si mismo, buscando la solución que le resolviera aquel problema moral, cuando su propio hijo, le brindó la solución: en el próximo entreno diría que se encontraba resfriado, tal vez así evitaría aquel morreo dudosamente profiláctico.
Aquella bombilla encendida en el rostro de su hijo provocó un suspiro en el progenitor. Por un momento su hijo le había devuelto la credibilidad a sus propias enseñanzas, y así, aquella decisión ambigua, compaginaba la no mentira, con la no verdad.
Aquel diálogo moral entre progenitor y descendiente me abrió el apetito, en cuanto a temas se refiere. Somos muchos quienes nuestros hijos nos devuelven enseñanzas tan simples, tan sinceras. Y por ello mismo, somos muchos quienes intentamos educar a nuestros genes descendientes en esta normalidad moralista. Pero también son muchos, o al menos el resto, quienes sus enseñanzas las avalan los indicativos societales de supervivencia. Y esto ya es peligroso.
Peligroso, porque tiempo tendrán para corromperse. Tiempo tendrán para copiar –y pegar- de los roles societales. Y tiempo tendrán para permanecer en el anonimato o perpetuarse en la historia. Y es que la historia la escriben sólo una parte. Y ella se escribe a dictados de quien quiere figurar en ella, de sus adversarios también, pero no por ello, la veracidad es bandera de la misma.
Y lo vemos cotidianamente en nuestras ciudades, en nuestras calles, en nuestras gentes. Muchos cambios, muchas mejoras de las que se beneficia la sociedad, son producto de acciones anónimas, de personas que a pesar de tener nombres, apellidos y rostro, no dan más importancia que un servicio a la sociedad, una contribución a lo que de ella también se ha recibido, sin pedir nada a cambio.
Estas personas anónimas no figurarán en libro alguno, no tendrán calle con nombre, y sólo perdurarán en la memoria de quienes los conocieron y conocieron sus obras. Su memoria tendrá una perpetuidad máxima de tres generaciones y pasará al olvido tras éstas. Esta es la historia de muchas, muchísimas personas, anónimas a pesar de sus obras, de su moral. Me imagino aquel progenitor. Su enseñanza perdurará en la generación de su hijo. La próxima ya no tiene garantía. El otro niñato, aquel del espabilado morreo, ya ha perdido la memoria del disco, la garantía de una moral de antaño. Aunque tal vez, el futuro sea suyo. Y de alguna forma, quizás incluso, deje de ser anónimo.
PUBLICADO EL 15 NOVIEMBRE 2009, EN EL DIARIO MENORCA.