Los antiguos científicos se retorcerían en sus tumbas si pudieran contemplar nuestro actual sistema de vida. El concepto del todo y sus partes muy por seguro variaría del que en su día definieron.
Siempre me ha sorprendido los costes de los recambios, por ejemplo. ¿Qué costaría un automóvil si alguien, si algún manitas, quisiera construirlo a partir de las piezas adquiridas individualmente, eso sí, sin tener en cuenta el trabajo de montaje, la ganancia del concesionario, ni el impuesto de matriculación?. Sin duda alguna ¡una burrada!.
Sin ir más lejos, el año pasado se me estropeó el aparato de aire acondicionado. Parecía una avería sencilla, ya que con solo empujar el rodillo del split con alguna varilla, aquello ya funcionaba. Bueno, pues para evitar aquella “puntual molestia” de tener que empujar el rodillo cada vez que encendía el aparato de marras, llamé al técnico. Por lo visto, ahora que todo se hace con una visión integral y ya no van cambiando relés ni puntos de soldadura, se cambia la placa integrada y listo. Como si por un pinchazo de una rueda, el mecánico te cambiara la rueda entera, y te costara como un coche nuevo.
Otro tanto ocurre con la tinta de las impresoras, que sale más a cuenta comprar una impresora nueva que cambiar los cartuchos originales de la misma, o en el caso de las averías.
Y estas y otras cosas tienen un nombre concreto: obsolescencia programada. Y no es de ahora, no. La obsolescencia programada tiene su origen en los años veinte, y no es otra cosa que ponerle una fecha límite a los productos de consumo. Así, mediante fallos en el material o peores calidades en el material empleado –en los primeros años- y la instalación de un chip de cuenta atrás –en nuestros días-, dan al producto una vida limitada, programada desde el momento mismo de su fabricación.
Y el icono de la idea, la bombilla, tuvo su particular regalo navideño en las de 1924. En Ginebra un grupo denominado Phoebus se reunió para limitar la vida de las bombillas. Por acuerdo de este grupo de presión se limitó la vida de ellas a mil horas útiles. Atrás quedaban las cien mil horas que podían llegar a alcanzar algunas de ellas, e incluso los cien años alcanzados por una de ellas, en una antigua estación de bomberos.
Bernard London en los años treinta quiso llegar a más, y ampliar el concepto a los demás artículos de consumo. El tergal también tuvo su recorte y las medias no fueron eternas. Pero no fue hasta los años cincuenta que se impuso definitivamente y sin freno.
Y luego sale Alfredo y nos dice que tiene la solución para el paro. Pero claro, la tiene él, no Zapatero. ¿Por qué no se lo dijo a Zapatero en el momento que los iluminados se dieron cuenta que la crisis ya había llegado? En este caso ¿será más económico cambiar la pieza (Alfredo-ZP) o cambiar el aparato entero (PSOE-PP)?.
Siempre me ha sorprendido los costes de los recambios, por ejemplo. ¿Qué costaría un automóvil si alguien, si algún manitas, quisiera construirlo a partir de las piezas adquiridas individualmente, eso sí, sin tener en cuenta el trabajo de montaje, la ganancia del concesionario, ni el impuesto de matriculación?. Sin duda alguna ¡una burrada!.
Sin ir más lejos, el año pasado se me estropeó el aparato de aire acondicionado. Parecía una avería sencilla, ya que con solo empujar el rodillo del split con alguna varilla, aquello ya funcionaba. Bueno, pues para evitar aquella “puntual molestia” de tener que empujar el rodillo cada vez que encendía el aparato de marras, llamé al técnico. Por lo visto, ahora que todo se hace con una visión integral y ya no van cambiando relés ni puntos de soldadura, se cambia la placa integrada y listo. Como si por un pinchazo de una rueda, el mecánico te cambiara la rueda entera, y te costara como un coche nuevo.
Otro tanto ocurre con la tinta de las impresoras, que sale más a cuenta comprar una impresora nueva que cambiar los cartuchos originales de la misma, o en el caso de las averías.
Y estas y otras cosas tienen un nombre concreto: obsolescencia programada. Y no es de ahora, no. La obsolescencia programada tiene su origen en los años veinte, y no es otra cosa que ponerle una fecha límite a los productos de consumo. Así, mediante fallos en el material o peores calidades en el material empleado –en los primeros años- y la instalación de un chip de cuenta atrás –en nuestros días-, dan al producto una vida limitada, programada desde el momento mismo de su fabricación.
Y el icono de la idea, la bombilla, tuvo su particular regalo navideño en las de 1924. En Ginebra un grupo denominado Phoebus se reunió para limitar la vida de las bombillas. Por acuerdo de este grupo de presión se limitó la vida de ellas a mil horas útiles. Atrás quedaban las cien mil horas que podían llegar a alcanzar algunas de ellas, e incluso los cien años alcanzados por una de ellas, en una antigua estación de bomberos.
Bernard London en los años treinta quiso llegar a más, y ampliar el concepto a los demás artículos de consumo. El tergal también tuvo su recorte y las medias no fueron eternas. Pero no fue hasta los años cincuenta que se impuso definitivamente y sin freno.
Y luego sale Alfredo y nos dice que tiene la solución para el paro. Pero claro, la tiene él, no Zapatero. ¿Por qué no se lo dijo a Zapatero en el momento que los iluminados se dieron cuenta que la crisis ya había llegado? En este caso ¿será más económico cambiar la pieza (Alfredo-ZP) o cambiar el aparato entero (PSOE-PP)?.
¿Llegará la obsolescencia programada a la política nacional?
PUBLICADO EL 15 JULIO 2011, EN EL DIARIO MENORCA.