Muchas veces los niños son quienes más te dificultan las respuestas. El otro día, Manuel tuvo que acudir a una tienda de informática a que le repararan el ordenador de su hijo, infectado por un virus que se había introducido en el organismo y lo había dejado paralizado de ratón y de teclas. Miguel, de nueve años acompañó a su padre. El ordenador era suyo y su tierna responsabilidad le brindaba la oportunidad de acompañar al progenitor en tales menesteres.
En la tienda de informática acababan de reponer un cristal que había sido violentado durante la pasada noche. Tres veces en quince días, les manifestaba el encargado de la tienda. Y tres veces que se ha detenido al autor del hecho. Presunto, claro. Y las tres veces, el mismo individuo. Presunto, también. Aquello parecía de película, pero era real. Tan real como la impotencia del comerciante. Tan real como el cristal roto y la puerta violentada. Y no presuntamente, claro.
Manuel y Miguel dejaron el ordenador, explicaron los pormenores y el niño se quedó preocupado.
.- ¿No nos lo robarán, verdad?, se dirigió hacia su padre, un tanto preocupado el hijo.
.-No te preocupes, de momento los ladrones buscan ordenadores portátiles, monitores con pantalla plana, televisores también de pantalla plana…., y no es nuestro caso. Además, ya has oído a este señor que decía que la policía ya lo había detenido.
.-Sí, pero esto no significa nada. ¿Acaso no has escuchado que en dos semanas el mismo señor le había robado en tres ocasiones? Y por cierto ¿por qué no está en la cárcel?
.-Bueno, porque aún no le habrán hecho el juicio. En la vida real, hasta que no se celebra el juicio no se sabe si uno es culpable o no. –intenta explicarle el padre sin mucho convencimiento a su hijo, de las vicisitudes del entramado jurídico.
.-Ya, pero si este señor cada vez que está en la calle, roba. ¿Cómo evitarán que robe más? Habría que encerrarlo para evitar que lo volviera a hacer, ¿no?.
El padre quería ser cauto. Quería que su hijo se mantuviera dentro del espacio de lo llamado “políticamente correcto” y que no se viera infectado con el virus de la indignación. Pero la postura tenía un límite. No había que abusar de ella. El abuso y el traspaso del límite podían desencadenar el efecto contrario. ¿Cómo justificar que el ciudadano presunto autor campe a sus anchas, mientras que los demás ciudadanos, potenciales víctimas, vivan con la incógnita de sus nuevas presuntas fechorías?.
.-Pues mira, habrá que poner más medios para evitar que robe. Poner rejas en las tiendas, cristales antirrobo, cerraduras de seguridad, alarmas, perros guardianes, etc.
.-¿Y eso quien lo paga?, le preguntó el hijo.
.-Pues el comerciante, el comprador de los productos, los seguros. En cierta manera todos participamos económicamente en ello.
.-Todos menos el ladrón. Suerte que al cabo de unos años, irá a la cárcel. ¿no?, respondió con cierta duda.
.-Bueno, no tiene porqué ser así. Al haber muchos presuntos delincuentes, la justicia no da abasto para juzgarlos a todos, así si en el momento del juicio hay un acuerdo con la acusación, se le rebaja la condena a la mitad o más. Y así, aquellos cinco presuntos años se recortan en dos. Y si es la primera vez que lo condenan, pues no van a la cárcel.
.-Así no es raro que haya tanto ladrón. Oye, y porqué los comerciantes no van a vivir a la cárcel.
.-¿Qué dices, hijo? ¿Qué barbaridades dices?, le contestó el padre, atónito ante la ocurrencia de su hijo.
.-Es que si la cárcel está vacía, ya que los ladrones se pasean por la calle, hoy en día la cárcel debe ser uno de los sitios más seguros. ¡Y además cama, comida, agua y luz, gratis!. Y allí con tanta vigilancia, no deben entrar a robar.
Manuel quedó dubitativo. ¿Ironía o inocencia? ¿Cómo era posible que su hijo de nueve años lo tuviera tan claro, y otras personas, de las llamadas “con carrera”, no fueran capaces de poner coto a tanto abuso insolidario?
Y es que su hijo no estaba infectado de tanta hipocresía humana. Ni de lo políticamente correcto. Ni del concepto de solidaridad mal entendida. Para Miguel sólo existía lo bueno y lo malo.
Aún tenía que crecer. Crecer e infectarse.
En la tienda de informática acababan de reponer un cristal que había sido violentado durante la pasada noche. Tres veces en quince días, les manifestaba el encargado de la tienda. Y tres veces que se ha detenido al autor del hecho. Presunto, claro. Y las tres veces, el mismo individuo. Presunto, también. Aquello parecía de película, pero era real. Tan real como la impotencia del comerciante. Tan real como el cristal roto y la puerta violentada. Y no presuntamente, claro.
Manuel y Miguel dejaron el ordenador, explicaron los pormenores y el niño se quedó preocupado.
.- ¿No nos lo robarán, verdad?, se dirigió hacia su padre, un tanto preocupado el hijo.
.-No te preocupes, de momento los ladrones buscan ordenadores portátiles, monitores con pantalla plana, televisores también de pantalla plana…., y no es nuestro caso. Además, ya has oído a este señor que decía que la policía ya lo había detenido.
.-Sí, pero esto no significa nada. ¿Acaso no has escuchado que en dos semanas el mismo señor le había robado en tres ocasiones? Y por cierto ¿por qué no está en la cárcel?
.-Bueno, porque aún no le habrán hecho el juicio. En la vida real, hasta que no se celebra el juicio no se sabe si uno es culpable o no. –intenta explicarle el padre sin mucho convencimiento a su hijo, de las vicisitudes del entramado jurídico.
.-Ya, pero si este señor cada vez que está en la calle, roba. ¿Cómo evitarán que robe más? Habría que encerrarlo para evitar que lo volviera a hacer, ¿no?.
El padre quería ser cauto. Quería que su hijo se mantuviera dentro del espacio de lo llamado “políticamente correcto” y que no se viera infectado con el virus de la indignación. Pero la postura tenía un límite. No había que abusar de ella. El abuso y el traspaso del límite podían desencadenar el efecto contrario. ¿Cómo justificar que el ciudadano presunto autor campe a sus anchas, mientras que los demás ciudadanos, potenciales víctimas, vivan con la incógnita de sus nuevas presuntas fechorías?.
.-Pues mira, habrá que poner más medios para evitar que robe. Poner rejas en las tiendas, cristales antirrobo, cerraduras de seguridad, alarmas, perros guardianes, etc.
.-¿Y eso quien lo paga?, le preguntó el hijo.
.-Pues el comerciante, el comprador de los productos, los seguros. En cierta manera todos participamos económicamente en ello.
.-Todos menos el ladrón. Suerte que al cabo de unos años, irá a la cárcel. ¿no?, respondió con cierta duda.
.-Bueno, no tiene porqué ser así. Al haber muchos presuntos delincuentes, la justicia no da abasto para juzgarlos a todos, así si en el momento del juicio hay un acuerdo con la acusación, se le rebaja la condena a la mitad o más. Y así, aquellos cinco presuntos años se recortan en dos. Y si es la primera vez que lo condenan, pues no van a la cárcel.
.-Así no es raro que haya tanto ladrón. Oye, y porqué los comerciantes no van a vivir a la cárcel.
.-¿Qué dices, hijo? ¿Qué barbaridades dices?, le contestó el padre, atónito ante la ocurrencia de su hijo.
.-Es que si la cárcel está vacía, ya que los ladrones se pasean por la calle, hoy en día la cárcel debe ser uno de los sitios más seguros. ¡Y además cama, comida, agua y luz, gratis!. Y allí con tanta vigilancia, no deben entrar a robar.
Manuel quedó dubitativo. ¿Ironía o inocencia? ¿Cómo era posible que su hijo de nueve años lo tuviera tan claro, y otras personas, de las llamadas “con carrera”, no fueran capaces de poner coto a tanto abuso insolidario?
Y es que su hijo no estaba infectado de tanta hipocresía humana. Ni de lo políticamente correcto. Ni del concepto de solidaridad mal entendida. Para Miguel sólo existía lo bueno y lo malo.
Aún tenía que crecer. Crecer e infectarse.
PUBLICADO EL 20 NOVIEMBRE 2011, EN EL DIARIO MENORCA.