Desde que alguien se inventó el término “discriminación positiva” y mucho antes lo del “café para todos”, el término “justicia” perdió parte de su esencia. Y el de la “igualdad”, que no digamos.
Por decreto no escrito, por costumbre no conocida, aquel día, el tesón, la perseverancia, la dedicación, y otros términos de su entorno, quedaron huérfanos de abanderado.
Y de esto, hace ya años. Y desde entonces aún no hemos levantado cabeza. Todo lo contrario. En un principio donde más se observó dicha implantación fue sin duda en el entorno escolar, donde “hacer codos” dejaba de valorarse y el aprobado general daba por traste la competividad positiva que implicaba una motivación a la superación entre los estudiantes. Este ambiente de superación, se vio rápidamente anulado y la ley del mínimo esfuerzo empezó a imponerse entre el censo electoral.
Y como era lógico, esta ley del mínimo esfuerzo siguió su curso, y con ello su peregrinar dentro de la administración y fuera de ella. Aquellos alumnos que dejaban de hacer su cometido eran igualmente recompensados. Así, aquellos aprobados a la enésima repesca tenían también derecho, como no, a un puesto de trabajo, máxime cuando la Constitución así lo establece. Y aquel trabajo, un digno sueldo.
Aquel orgullo y prestigio de trabajar en la administración pronto se vio truncado al abrirse las puertas de par en par con la creación de administraciones paralelas, desvinculadas eso sí, del carácter público entendido como administración y no como servicio. Una oferta que provocó la creación de empresas privadas y una entrada masiva de personal que tal vez en otras condiciones no habría podido acceder a ella.
Ya teníamos pues el caldo de cultivo apropiado. Un sueldo igual para un trabajo, un esfuerzo, desigual. Y con el tiempo, más y más. La aceleración económica, más ficticia que real, hizo el resto. Los peones pasaron a crear empresas, los repetidores pasaron a ser ejecutivos y no digamos cuando algunos de ellos pasaron a la esfera política. Más sueldo, más hipoteca, más consumismo y vuelta a empezar.
Ahora, con los augurios de un periodo de vacas flacas, el tema se acentúa. Aquel señor que trabaja en un supermercado, y que además no sabe multiplicar por diez una cantidad cualquiera, cobra igual que otro que sabe usar la calculadora, y no digamos de quien hace la multiplicación mentalmente. Y no es broma. Es real. ¿Para qué sirven los currículos y la selección de personal? ¿Acaso es mayor la oferta que la demanda?. ¿Y qué me dicen de aquella persona que no trabaja en Correos y en cambio reparte sobres por los domicilios? ¿Cuántos sobres no llegan a su destino? ¿Será sólo en mi domicilio que se equivocan en tres de cada cuatro, o será una norma generalizada? ¿Acaso tan difícil es interpretar los números -ya no las letras- y no equivocarse?. ¡Y no digamos cuando –esta vez sí matasellado- te llega un sobre manipulado, y en su interior notas a faltar algo concreto!. Y tras la pertinente denuncia se te comunica que el caso queda archivado por no haberse identificado el autor del hecho. ¿Continuará el susodicho desconocido autor, manipulando la inviolabilidad de correspondencia?
Pero es que el no-útil siempre tiene suerte. Si lo despiden o simplemente no le renuevan el contrato por no-eficaz, cobrará del paro, mientras el eficaz, tendrá que trabajar para ganar lo mismo. Si al no-útil se le exige más dedicación en el trabajo, se dará de baja médica y a vivir del cuento. ¿Quién es capaz de negar un dolor o de negar alucinaciones paranoicas si la interpretación artística está a la orden del día?.
Es como diría alguno, el mundo al revés. Llegan tiempos electorales, y por ende, tiempos peligrosos. Peligrosos porque las promesas van de boca en boca. Que si el derecho a la vivienda, que si a las pensiones, que si a tal o cual. Gaspar Llamazares dijo la última. Propuso que se rebajara la edad para votar a los diecisiete años. ¿Y por qué no a los trece?, pregunto yo. Nada dijo de la mayoría de edad. Y aún así. ¿Por qué dar poder decisorio a quien, penalmente no es responsable? ¿Acaso con políticos de diecisiete años, trece incluso si se les tercia, podrán hacer más chanchullos y no acabar condenados? ¿Hasta dónde alcanza el grado de lucidez de algunos?
Pero no todo tiene que ser negativo. No, que va. Llega carnaval y me congratulo por ello. Tal vez ahora, con el carnaval, podamos descubrir la verdadera realidad y al menos por un día, se imponga cada cual el sitio que le corresponde. Luego eso sí, que continúe el circo, y con él, la campaña política. Es el mundo al revés. O sea, discriminación sí, pero en negativo.
De pena, vamos.
Por decreto no escrito, por costumbre no conocida, aquel día, el tesón, la perseverancia, la dedicación, y otros términos de su entorno, quedaron huérfanos de abanderado.
Y de esto, hace ya años. Y desde entonces aún no hemos levantado cabeza. Todo lo contrario. En un principio donde más se observó dicha implantación fue sin duda en el entorno escolar, donde “hacer codos” dejaba de valorarse y el aprobado general daba por traste la competividad positiva que implicaba una motivación a la superación entre los estudiantes. Este ambiente de superación, se vio rápidamente anulado y la ley del mínimo esfuerzo empezó a imponerse entre el censo electoral.
Y como era lógico, esta ley del mínimo esfuerzo siguió su curso, y con ello su peregrinar dentro de la administración y fuera de ella. Aquellos alumnos que dejaban de hacer su cometido eran igualmente recompensados. Así, aquellos aprobados a la enésima repesca tenían también derecho, como no, a un puesto de trabajo, máxime cuando la Constitución así lo establece. Y aquel trabajo, un digno sueldo.
Aquel orgullo y prestigio de trabajar en la administración pronto se vio truncado al abrirse las puertas de par en par con la creación de administraciones paralelas, desvinculadas eso sí, del carácter público entendido como administración y no como servicio. Una oferta que provocó la creación de empresas privadas y una entrada masiva de personal que tal vez en otras condiciones no habría podido acceder a ella.
Ya teníamos pues el caldo de cultivo apropiado. Un sueldo igual para un trabajo, un esfuerzo, desigual. Y con el tiempo, más y más. La aceleración económica, más ficticia que real, hizo el resto. Los peones pasaron a crear empresas, los repetidores pasaron a ser ejecutivos y no digamos cuando algunos de ellos pasaron a la esfera política. Más sueldo, más hipoteca, más consumismo y vuelta a empezar.
Ahora, con los augurios de un periodo de vacas flacas, el tema se acentúa. Aquel señor que trabaja en un supermercado, y que además no sabe multiplicar por diez una cantidad cualquiera, cobra igual que otro que sabe usar la calculadora, y no digamos de quien hace la multiplicación mentalmente. Y no es broma. Es real. ¿Para qué sirven los currículos y la selección de personal? ¿Acaso es mayor la oferta que la demanda?. ¿Y qué me dicen de aquella persona que no trabaja en Correos y en cambio reparte sobres por los domicilios? ¿Cuántos sobres no llegan a su destino? ¿Será sólo en mi domicilio que se equivocan en tres de cada cuatro, o será una norma generalizada? ¿Acaso tan difícil es interpretar los números -ya no las letras- y no equivocarse?. ¡Y no digamos cuando –esta vez sí matasellado- te llega un sobre manipulado, y en su interior notas a faltar algo concreto!. Y tras la pertinente denuncia se te comunica que el caso queda archivado por no haberse identificado el autor del hecho. ¿Continuará el susodicho desconocido autor, manipulando la inviolabilidad de correspondencia?
Pero es que el no-útil siempre tiene suerte. Si lo despiden o simplemente no le renuevan el contrato por no-eficaz, cobrará del paro, mientras el eficaz, tendrá que trabajar para ganar lo mismo. Si al no-útil se le exige más dedicación en el trabajo, se dará de baja médica y a vivir del cuento. ¿Quién es capaz de negar un dolor o de negar alucinaciones paranoicas si la interpretación artística está a la orden del día?.
Es como diría alguno, el mundo al revés. Llegan tiempos electorales, y por ende, tiempos peligrosos. Peligrosos porque las promesas van de boca en boca. Que si el derecho a la vivienda, que si a las pensiones, que si a tal o cual. Gaspar Llamazares dijo la última. Propuso que se rebajara la edad para votar a los diecisiete años. ¿Y por qué no a los trece?, pregunto yo. Nada dijo de la mayoría de edad. Y aún así. ¿Por qué dar poder decisorio a quien, penalmente no es responsable? ¿Acaso con políticos de diecisiete años, trece incluso si se les tercia, podrán hacer más chanchullos y no acabar condenados? ¿Hasta dónde alcanza el grado de lucidez de algunos?
Pero no todo tiene que ser negativo. No, que va. Llega carnaval y me congratulo por ello. Tal vez ahora, con el carnaval, podamos descubrir la verdadera realidad y al menos por un día, se imponga cada cual el sitio que le corresponde. Luego eso sí, que continúe el circo, y con él, la campaña política. Es el mundo al revés. O sea, discriminación sí, pero en negativo.
De pena, vamos.
PUBLICADO EL 5 FEBRERO 2008 EN DIARIO MENORCA