Históricas, claro. Y no tan históricas. Me encontré con un montón de periódicos faltos de repaso del año dos mil cinco pendientes del mismo. Cuatro años nos separaban de aquellos ejemplares editados en los meses de noviembre y diciembre. Repasando los mismos, sus hojas desprendían alegría, proyectos, trabajo. Incluso el contenido parecía más abultado, no en vano, eran épocas en los que todos querían aparecer en los “papeles”. Ahora, cuatro años después, un porcentaje elevado de los políticos que aparecen en las hojas impresas de los medios, tienen la agenda colapsada de citas con la magistratura.
Ya no un montón, si no con un tomo de un trimestre del año setenta y cinco -en plena era de la desmemoria-, tropecé -es un decir- hace pocas fechas. Y este documento perdurable, por mucha ley que se le oponga, excepción de la hoguera, claro está, abre la visión a muchos que, como quien esto opina, iban por aquellas fechas con pantalón corto.
Aquellas hojas amarillentas, dejaban constancia en plena dictadura, de que todo aquel sistema tenía fecha de caducidad. Era inimaginable, al menos desde la perspectiva de nuestros días, que tanto asesinato, que tanto disturbio, pudiera ser reconducido. Era la agonía de un sistema, de una sociedad, que sólo se sustentaba por los testimoniales de obligado cumplimiento. Como ahora, más o menos.
Testimoniales, como los actos de adhesión a tanto político podrido, tanto político tocado por babor y estribor. Testimoniales y desmemoriados. Desmemoriados como aquellos que aún contemplando los cuatro millones de parados y de otros tantos de víctimas colaterales del entorno familiar de los primeros, siguen engrosando los emolumentos de tanta nómina pública.
El reparto -de hecho y de derecho- que ejercen con toda la legitimidad democrática de la que pueda ornamentarse uno, los actuales seguidores –nacionales y autonómicos- de Marx, no coincide, ni a golpe de cañón ni a la de bayoneta calada, con aquel Capital que en su día inspiró a todo el movimiento proletario.
Y por eso, por el movimiento proletario que no ejerce actualmente de tal, que se encuentra parado o en proceso de estarlo, hace que se desmemorice uno sin necesidad de encontrarse por el camino con una ley que se lo imponga. Y en esta desmemorización, poco o nada ayuda la lecitina de soja que le acompaña en las comidas. Y es que uno se previene. En casa, de flechas hay, aunque carentes de yugo. Y para no ser menos, de hoces y martillos también encontrarán. Que por algo, los genes de uno, provienen del campo, como tantos otros, y muchos más.
Y no por ello, por la desmemorización histórica de hoces y martillos, dejará uno de poseer aquellas flechas con arco incluido que un día alguien le regaló de ornamentación. Ni tampoco aquel menaje antiguo de aquellas hoces que en su día sirvieron para segar en C’an Llorençet, ni aquel martillo utilizado por antiguos zapateros en tiempos de banquetas y demás. Y es que la historia se la fabrica cada uno a su manera. A su imagen y semejanza, como también podrá decirse.
Ni los recuerdos, ni la niñez, ni los conocimientos anteriores, a los mediados de los setenta se eliminarán, ni las raíces de uno, ni la fe de nacimiento, ni de estado, desaparecerán. Es más, eliminando, sólo hacen que perdure. Removiendo, se da vida.
Y la desmemorización puede ser terapia de grupo, sí. Pero no de ahora, precisamente. Ahora, o en el futuro más bien, necesitaremos otra terapia, agresiva si cabe, de desmemorización. Deberemos eliminar de nuestros recuerdos, de nuestra historia, de nuestro pasado, cuatro millones de parados, pérdidas y pérdidas de garantía social, pérdidas y pérdidas de antiguos derechos que parecían consolidados. Y también se impondrá la desmemorización de toda la vida política. El borrón y cuenta nueva que tanto suele inspirar las seudo revoluciones programadas, deberá borrar de nuestra memoria no tan histórica, tanta actuación delictiva y tanto enriquecimiento de algunos presuntos padres de la patria.
La desmemorización se impone por una necesidad psicológica. O al menos eso se nos venderá. Aunque no la de antaño, sino la actual.
Y aquí, no coincidimos, plenamente.
PUBLICADO EL 17 DICIEMBRE 2009, EN EL DIARIO MENORCA.
Ya no un montón, si no con un tomo de un trimestre del año setenta y cinco -en plena era de la desmemoria-, tropecé -es un decir- hace pocas fechas. Y este documento perdurable, por mucha ley que se le oponga, excepción de la hoguera, claro está, abre la visión a muchos que, como quien esto opina, iban por aquellas fechas con pantalón corto.
Aquellas hojas amarillentas, dejaban constancia en plena dictadura, de que todo aquel sistema tenía fecha de caducidad. Era inimaginable, al menos desde la perspectiva de nuestros días, que tanto asesinato, que tanto disturbio, pudiera ser reconducido. Era la agonía de un sistema, de una sociedad, que sólo se sustentaba por los testimoniales de obligado cumplimiento. Como ahora, más o menos.
Testimoniales, como los actos de adhesión a tanto político podrido, tanto político tocado por babor y estribor. Testimoniales y desmemoriados. Desmemoriados como aquellos que aún contemplando los cuatro millones de parados y de otros tantos de víctimas colaterales del entorno familiar de los primeros, siguen engrosando los emolumentos de tanta nómina pública.
El reparto -de hecho y de derecho- que ejercen con toda la legitimidad democrática de la que pueda ornamentarse uno, los actuales seguidores –nacionales y autonómicos- de Marx, no coincide, ni a golpe de cañón ni a la de bayoneta calada, con aquel Capital que en su día inspiró a todo el movimiento proletario.
Y por eso, por el movimiento proletario que no ejerce actualmente de tal, que se encuentra parado o en proceso de estarlo, hace que se desmemorice uno sin necesidad de encontrarse por el camino con una ley que se lo imponga. Y en esta desmemorización, poco o nada ayuda la lecitina de soja que le acompaña en las comidas. Y es que uno se previene. En casa, de flechas hay, aunque carentes de yugo. Y para no ser menos, de hoces y martillos también encontrarán. Que por algo, los genes de uno, provienen del campo, como tantos otros, y muchos más.
Y no por ello, por la desmemorización histórica de hoces y martillos, dejará uno de poseer aquellas flechas con arco incluido que un día alguien le regaló de ornamentación. Ni tampoco aquel menaje antiguo de aquellas hoces que en su día sirvieron para segar en C’an Llorençet, ni aquel martillo utilizado por antiguos zapateros en tiempos de banquetas y demás. Y es que la historia se la fabrica cada uno a su manera. A su imagen y semejanza, como también podrá decirse.
Ni los recuerdos, ni la niñez, ni los conocimientos anteriores, a los mediados de los setenta se eliminarán, ni las raíces de uno, ni la fe de nacimiento, ni de estado, desaparecerán. Es más, eliminando, sólo hacen que perdure. Removiendo, se da vida.
Y la desmemorización puede ser terapia de grupo, sí. Pero no de ahora, precisamente. Ahora, o en el futuro más bien, necesitaremos otra terapia, agresiva si cabe, de desmemorización. Deberemos eliminar de nuestros recuerdos, de nuestra historia, de nuestro pasado, cuatro millones de parados, pérdidas y pérdidas de garantía social, pérdidas y pérdidas de antiguos derechos que parecían consolidados. Y también se impondrá la desmemorización de toda la vida política. El borrón y cuenta nueva que tanto suele inspirar las seudo revoluciones programadas, deberá borrar de nuestra memoria no tan histórica, tanta actuación delictiva y tanto enriquecimiento de algunos presuntos padres de la patria.
La desmemorización se impone por una necesidad psicológica. O al menos eso se nos venderá. Aunque no la de antaño, sino la actual.
Y aquí, no coincidimos, plenamente.
PUBLICADO EL 17 DICIEMBRE 2009, EN EL DIARIO MENORCA.