Este mes buscaba una forma de evadirme de tanto bulo impuesto. De cada vez, me noto más evolucionado –no me gusta malgastar el término revolución- en cuanto a la búsqueda de muchas respuestas. Y como las respuestas son las que hay, he optado por el ataque frontal a las mismas. Ya no a la búsqueda de la verdad, sino a lo más cómodo, actual y moderno: a negarlas y reducirlas al absurdo.
Y en esto que estaba, entre tanto bulo y media verdad que se nos cruza por el camino, que me ha dado la vena etimológica. Era una forma de evadirme de lo cotidiano, de la rutina de doña Cuaresma, que si redobles de tambores, que si procesiones, que si vacaciones, viajes, huelgas y demás inauguraciones y retóricas habidas y por haber.
Además, no pago, pagué ni pagaré bula alguna. ¿Tendrá algo que ver la bula con tanto bulo?. Y la evasión me vino en forma de inspiración –dejemos el adjetivo aparte, para ser coherente con el escrito- . Y de lo propio. De lo nuestro o participando de ello: el Mediterráneo.
Medi-terráneo. Estaba claro. En mitad de la tierra, o rodeado de tierra, como encontraría poco después en el diccionario. Era pues fácil, muy fácil descubrir algunos significados de palabras. Otra cosa distinta sería descubrir otras cosas, otras respuestas. Pero las palabras, aquellas que se las lleva el viento -y aquí más que en otras partes-, estaban allí, invariables, impolutas, puestas a nuestra disposición y servicio.
Somos nosotros quienes necesitamos ponernos a ralentí para frenar el distanciamiento que fabricamos entre unos y otros. Resetear y desfragmentar las mentes si es necesario. Liberar espacio en disco y desactivar archivos residentes en la memoria.
Y del Mediterráneo, del mar nuestro de cada día, del mar que nos brinda su brisa y su aroma a cada asomo que hagamos al horizonte…, a la primavera. A la estación que ni primera ni quinceava, aunque si a la que nos altera, afluye, renueva y brinda una nueva versión a la casuística de la vida.
Volví a usar el libro gordo de Petete, el de ir por casa, vamos. La deducción también era de cajón, de sastre o de modista, tanto daba. Primavera, prima –vera, y aunque no eran familia, sí era primero que el verano. Aquí la lógica doméstica ya no fue tan aplastante. Podía dar el pego, sí., pero la realidad era otra. Diccionario en mano, la primavera se convertía en el primer verdor del año.
Los campos menorquines volvían pues a ser noticia., hacía tiempo que había dado sus brotes verdes. Aquel verdor que tanto alegra el paisaje de nuestras carreteras volvía a su cita anual.
También volvíamos nosotros. Más bien, volvíamos al encuentro anual. Porque ambos, nosotros y el verdor no nos habíamos ido. Como el Mediterráneo.
Seguíamos manteniendo el tipo, ocupados en otros menesteres, pero presentes. El verdor, con su simiente latente entre tanto terreno, a la espera de que las condiciones les fueran propicias. Nosotros, anonadados con tanto variopinto ajetreo que nos mantenía activos aunque tomando el pulso a tanta situación económica. Y el Mediterráneo, atento siempre a nuestros asomos matutinos, vespertinos, a cualquier hora, a cualquier excusa, a cualquier tentación.
Y el verdor se resistía al sol. La humedad, aquellas heladas menorquinas, luchaban contra toda maduración, y se convertían en los cooperadores necesarios para la coexistencia. La infancia ganaba en inocencia. Y la inocencia creía en bulos, en verdores, en el Mediterráneo incorrupto e impoluto.
El debate estaba servido. Había huido bordeando la realidad, y al final, me encontraba frente a la misma. Sin respuestas, sin negaciones. Y es que la realidad habla por si sola. No importa irse demasiado lejos para encontrarla.
La realidad, la verdad, está en nosotros mismos.
PUBLICADO en el número del mes de ABRIL de 2011, en EL BULLETÍ DEL CENTRE DE PERSONES MAJORS. Area de Acció Social. Consell Insular de Menorca