No se preocupen que
no voy a disparar a diestro y siniestro,
palabrota alguna. Intentaré
referirme más bien a la acepción veintisiete
de nuestro diccionario; aquella que cuenta el tiempo transcurrido sobre la
corteza terrestre. Cincuenta son ya
muchos, y no demasiados. Al menos para el titular de la cosa. Y eso si nos referimos a la primera vez que
uno nació. Que de la segunda, uno aún es
menor de edad.
A estas alturas, uno
ya no se deja engañar como otros querrían.
No cuela aquello de que uno está a la mitad de la vida. La mitad ronda los cuarenta y demos gracias
si completamos el entero. Cincuenta
vienen a ser la mitad más diez. O lo que es lo mismo, menos diez en la media
restante. Y con ellos no hay crisis que valga.
No hay perdón, vamos.
En los cuarenta –los
treinta y diez en su momento- uno no
tuvo ni tiempo para entrar en
crisis. Tres meses antes habían entrado
los biberones y los pañales en casa de uno, y ¡ni para la crisis tenía uno
tiempo!. Y ahora, con los cincuenta
colgando ¿cómo reclamar una crisis con tantas que tenemos?.
Y no hay mal que por
bien no venga, dice el refrán. A estas
alturas uno ya suspira con llegar a la santa jubilación. ¡Y eso que de condena
aún queda! ¡Más que un homicidio y muchísimo más que doce corrupciones
urbanísticas juntas!, que ya es decir.
¡Quince años como mínimo! –como en la mili, vamos-. Y siempre a expensas de las decisiones de los
viernes.
Hoy, las ciencias adelantan que es una barbaridad…., dirían don Hilarión y don
Sebastián. Y uno ya no es aquel hombre gris de los años sesenta en que toda
España vivía en blanco y negro. La
imagen es la misma que la de los cuarenta, de los cuarenta y cinco y siguientes. Y en color. La respuesta, cada
vez distinta.
Distinta, porque la
vida te ha ido dando bofetones, garrotazos y alguna cuchillada trasera. También te ha dejado palabras de aliento y te
han llegado comentarios agradables. Un
todo, vamos. Un álbum con experiencia
incluida y con la capacidad de psicoanalizar a quien te viene de frente. Y seguirás equivocándote. Y seguirás
levantándote y erguirte.
Tus obras te
delatarán. De la misma forma que tu
intentarás conocer al coincidente, el coincidente habrá desvelado tu próxima
opción. Al menos las cartas ya están boca arriba y te
ahorras muchas explicaciones. Has
aprendido a decir que no. Y aprovechas
según qué ocasiones para utilizar este
nuevo vocablo.
Ninguna versión te
condiciona. Dudas de todas, incluso de
las tuyas. Entre tanto bagaje, incluso
te das el lujo de soltar lastre.
Superaste la etapa de decir lo que pensabas. Has pasado ya la de pensar lo que tenías que
decir, y te encuentras en otra más ambigua en la que te ciñes a las
circunstancia. Tus circunstancias. Y te relaja la observación.
La de los
demás. Y te sientes un ser
privilegiado. Con la observación ves
muchas carencias y bajezas humanas. Mucho oscurantismo y mala fe. Esa misma observación te descubre
sinceridades, personas altruistas y solidarias, ricas en humanidad que te
llenan. Hacia a ellas te diriges, de
ellas aprendes.
Pero los cincuenta
no son universales, no. El tiempo todo
lo cura, dice el refrán. Y también lo
acentúa. La experiencia de los años es
como un matrimonio. Para lo bueno y para
lo malo. Y los hay quienes con los años,
en vez de vino se vuelven vinagre.
Otros, mejoran. La mayoría sigue inmersa en sus quehaceres y ni saben ni
contestan. Y ya no digamos cuando la
vista y el oído ya no son como antes. Y
la memoria, juguetona.
Aprendes a poner en
práctica los vocablos ver y mirar, así como los de oír y escuchar. Doras la píldora, sonríes al hipócrita y te
ríes del rastrero fiel reflejo parvulario.
Y a eso, y no a otra
cosa, se le llama libertad.
Y felicidad.
PUBLICADO EL DÍA 23 ENERO 2013, EN EL DIARIO MENORCA.